Esta tarde llovieron recuerdos como nunca. Le llovieron torrencialmente dentro de su propia casa. Algunos eran anunciados con truenos, rayos y centellas. Otros llovieron con menos ruido y con menos electricidad.
Se acostó, se levantó, hizo café que no tomó... Quiso leer, quiso mirar una película, quiso ordenar placares... y no pudo hacer nada en medio de esa lluvia torrencial. Parecía que el techo se iba a venir abajo. Parecía que en cualquier momento empezarían las inundaciones.
Todos los recuerdos de esa lluvia venían con los ojos y la voz de él.
Venían con su risa y con esas maneras que él tenía de hacerle sentir que esas rosas las había ido a buscar a El Cairo para ella.
Venían con esos resplandores que él tenía en los ojos cuando pasaban muchos días sin verse y llegaba a cualquier hora de la noche porque la extrañaba.
Los recuerdos seguían lloviendo solos y ella no sabía qué hacer con tanta agua. No sabía qué hacer con esa laguna en el dormitorio, ni con esos charcos en el living.
La última vez, se habían despedido para siempre. No tenía sentido eso de verse cada tanto. No tenían sentido esas rosas de El Cairo, si después se deshojaban sin que él las viera. No tenía sentido que ella lo esperara por las dudas.
Después de esa última vez, fue que empezó a desatarse esta tormenta.
Esta lluvia impresionante que no paraba con nada. No paraba ni con una danza mágica.
En medio de truenos y relámpagos sonó el teléfono. Saltó de la cama y cruzó la laguna del dormitorio con el agua hasta la cintura, cruzó los charcos del living y llegó al teléfono y al florero vacío. Quiso disimular todo lo que estaba pasando dentro de su propia casa, pero no pudo. Del otro lado de la tormenta, él decía que escuchaba perfectamente el ruido de la lluvia sobre la mesa del teléfono. Se quedaron un rato en silencio y la lluvia no sabía que hacer.
Él le dijo que después de la lluvia siempre sale el sol. Le dijo que no hay tormenta que dure cien años. Le dijo que iba para allí, porque su casa estaba muchísimo más inundada que la de ella.
Él colgó y ella abrió las ventanas. Hizo café de nuevo, (el de antes parecía jugo de paraguas). Después se pintó un poco los labios. No quería tener una sonrisa tan aguada cuando él llegara. Miró por toda la casa y vio que los charcos y la laguna se iban evaporando a toda velocidad.
Antes que él llegara, el agua se había ido de todas partes, menos del florero. A ella le pareció bien que así fuera.
No es lo mismo poner rosas de El Cairo en agua de la canilla, que ponerlas en agua de una lluvia como esa.
Lía Schenk
Se acostó, se levantó, hizo café que no tomó... Quiso leer, quiso mirar una película, quiso ordenar placares... y no pudo hacer nada en medio de esa lluvia torrencial. Parecía que el techo se iba a venir abajo. Parecía que en cualquier momento empezarían las inundaciones.
Todos los recuerdos de esa lluvia venían con los ojos y la voz de él.
Venían con su risa y con esas maneras que él tenía de hacerle sentir que esas rosas las había ido a buscar a El Cairo para ella.
Venían con esos resplandores que él tenía en los ojos cuando pasaban muchos días sin verse y llegaba a cualquier hora de la noche porque la extrañaba.
Los recuerdos seguían lloviendo solos y ella no sabía qué hacer con tanta agua. No sabía qué hacer con esa laguna en el dormitorio, ni con esos charcos en el living.
La última vez, se habían despedido para siempre. No tenía sentido eso de verse cada tanto. No tenían sentido esas rosas de El Cairo, si después se deshojaban sin que él las viera. No tenía sentido que ella lo esperara por las dudas.
Después de esa última vez, fue que empezó a desatarse esta tormenta.
Esta lluvia impresionante que no paraba con nada. No paraba ni con una danza mágica.
En medio de truenos y relámpagos sonó el teléfono. Saltó de la cama y cruzó la laguna del dormitorio con el agua hasta la cintura, cruzó los charcos del living y llegó al teléfono y al florero vacío. Quiso disimular todo lo que estaba pasando dentro de su propia casa, pero no pudo. Del otro lado de la tormenta, él decía que escuchaba perfectamente el ruido de la lluvia sobre la mesa del teléfono. Se quedaron un rato en silencio y la lluvia no sabía que hacer.
Él le dijo que después de la lluvia siempre sale el sol. Le dijo que no hay tormenta que dure cien años. Le dijo que iba para allí, porque su casa estaba muchísimo más inundada que la de ella.
Él colgó y ella abrió las ventanas. Hizo café de nuevo, (el de antes parecía jugo de paraguas). Después se pintó un poco los labios. No quería tener una sonrisa tan aguada cuando él llegara. Miró por toda la casa y vio que los charcos y la laguna se iban evaporando a toda velocidad.
Antes que él llegara, el agua se había ido de todas partes, menos del florero. A ella le pareció bien que así fuera.
No es lo mismo poner rosas de El Cairo en agua de la canilla, que ponerlas en agua de una lluvia como esa.
Lía Schenk
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