Algo flota en el ambiente político-periodístico, llamémosle. Es la sensación de que se acerca un quiebre. Lo cual en verdad ya se produjo pero, todavía, con la ausencia del que claramente es el detonante mayor. Definitivo. O eso parecería.
Volvamos a aquello del detonante. Desde hace unas semanas, la irritación mediática alcanzó niveles desconocidos con, tal vez, la única salvedad de los picos cuando el debate por la ley de medios. Pero entonces había ese vector de obviedad escandalosa. En cambio, lo que viene sucediendo a partir de la interna del radicalismo bonaerense –elevada a status de noticia casi excluyente– es impresionante. Los movimientos de la oposición alcanzan una difusión descomedida. Nadie pretende indiferencia. Al fin y al cabo, ya se vive la desembocadura electoral de 2011. Empero, nadie tampoco debería creer que esa amplificación es inocente; y mucho menos al quedar empalmada con la sacudida que provocó el festejo masivo por el Bicentenario. Bien que a enormes regañadientes, los medios y figuras opositores tomaron nota de que algo no andaba bien en la “medición” de la realidad que esparcen o perciben. En un primer momento, el único palenque al que ir a rascarse fue el acrecentamiento de la imagen del hijo de Alfonsín y, de inmediato, potenciar la foto de la derecha peronista unida. No fue suficiente para fijar la agenda pública alrededor de esas construcciones porque, entre otros motivos, lo impidió la propia dinámica de los egos en esos espacios. Sobrevinieron el aval de los supremos a la ley de medios y el levantamiento del corte en Gualeguaychú. El fallo tribunalicio, como ya se comentó en esta columna, mostró una reacción cautelosa de los grupos multimediáticos, contestes de que la atmósfera pública y el prestigio de la Corte no daban para continuar descerrajando bronca sin más ni más. Y la esperanza blanca de represión a los asambleístas entrerrianos se frustró. Lo que quedaba para agitar provino de una noticia inesperada, producto de esos arrebatos que el kirchnerismo sirve en bandeja. Fue la renuncia de Taiana, auspiciosa para el apetito opositor. Y con ella la reactivación del affaire real, inventado o potenciado de los negocios con Venezuela.
Pero claro: una cosa es tomarse de algún episodio, enmarcado en las zonas entre grises y oscuras que oferta el oficialismo; y otra el grado de obsesión ya enfermiza con que los medios del grupo Clarín, en particular, despliegan información en su torno como si, junto con los avatares de la inseguridad urbana, fuesen virtualmente las únicas noticias relevantes. Vale aclarar, vista la susceptibilidad existente, que no estamos hablando de cuestionar el papel significativo que debe ejercer el periodismo de investigación o denuncia, aun cuando provenga de intereses políticos precisos. Todo gobierno democrático está obligado a dar cuenta de sus actos y a responder por los ilícitos que se le imputen, mientras emanen del rigor profesional. Y desde ya que las acusaciones sobre el entramado con Caracas entrarían en esa misma bolsa. El tema es lo evidente de que esa obcecación monotemática ya obedece a una lógica de periodismo de combate, con el pequeño detalle de ser, en consecuencia, idéntico método persecutorio que el endilgado al oficialismo. Porque además, la agudización de este proceder se dio en una semana que registró dos hechos de una notabilidad superior. Uno fue, nada menos, la salida del default en que el país estaba sumergido desde comienzos de siglo, y por la que tanto exigieron quienes ahora despacharon la noticia a lejanos rincones. Y el otro reveló una indiferencia más insólita que curiosa: la Cámara de Diputados dio media sanción al proyecto que limita los superpoderes del Ejecutivo para reasignar partidas de dinero extraordinarias. En buen romance, le serruchó una parte sustantiva del manejo de la caja, aunque falta la dudosa aprobación del Senado. Una muy alta fuente gubernamental, citada por este diario, reveló que el caso Sadous no genera ninguna inquietud si se lo compara con el impacto de esa decisión parlamentaria. La paradoja es muy didáctica, porque el ensimismamiento periodístico opositor con la presunta “embajada paralela” le impidió advertir que la preocupación oficialista pasaba bien por otro lado. En otros términos, la ceguera por zarandear al Gobierno cruza el límite de hacerles perder de vista algunos elementos que podrían beneficiarlos mucho mejor.
Es imposible no relacionar estas desmesuras con la inminencia del dictamen judicial que determinará si Marcela y Felipe Noble son hijos de desaparecidos. Es llamativo que Clarín no haya desmentido que su directora ya no está en el país. Lo es también que el mandamás del grupo, Héctor Magnetto, haya puesto su firma, en la edición del viernes pasado, para refutar los durísimos epítetos que le dispensó Kirchner. No hay certeza absoluta sobre lo que establecerá la inspección genética. E incluso, si se comprobara la falta de parentesco con secuestrados en la dictadura, no variaría que las irregularidades en la adopción fueron oprobiosas. Sí cambiaría el impacto. Pero por lo pronto y como sea, está claro que hay gente muy nerviosa.
Y que ese es el contexto y la referencia específica, para interpretar la conmocionante instancia que vive el periodismo argentino.
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