Tuesday, August 18, 2009

La sinrazón del discurso anexionista / 2


Por Dr. Rafael Cox Alomar / Abogado

Merodea hoy por las entrañas del movimiento estadista el fantasma de un discurso ideológico reciclado sin entronque alguno con nuestra trayectoria histórica; desvinculado por demás de nuestra realidad sociológica. Puro realismo mágico con el cual hoy se pretende guillotinar nuestra nacionalidad como preámbulo a la estadidad. Se trata de la más reciente reencarnación de la estadidad jíbara.

De los sótanos y telarañas del anexionismo ha resurgido una vez más la vieja y desacreditada mantra de que nuestra nación son los Estados Unidos y que nuestra patria es Puerto Rico. Fue el propio gobernador Fortuño quien en este mismo espacio y en ocasión del natalicio de José Celso Barbosa le sugirió al país que "[p]or su estructura federal, en Estados Unidos no hay conflicto entre la patria en que nacemos --- sea Puerto Rico o Texas --- y la patria de la que somos ciudadanos, los Estados Unidos." (Véase Es Cuestión de Dignidad 27 de julio de 2009.) Tamaño enredo de espíritu. Tal comparación no procede. Y no procede porque ese pseudo-nacionalismo que los estadistas de aquí dicen que existe en Texas, Montana, Idaho o Wisconsin no es mas que un entramado de sentimientos localistas sin arraigo alguno en la consciencia colectiva de esas sociedades. Allá en Alabama, Utah o Missisipi son americanos primero y americanos después. Se es americano o no se es americano y punto.

El problema cardinal con la tesis de Fortuño es que no encaja en lo que ha sido la historia de la expansión territorial de los Estados Unidos desde el momento mismo de la inauguración de George Washington en el Federal Hall de Nueva York hace 220 años hasta nuestros días en plena era de Obama y Sotomayor. Veamos.

Toda vez las 13 colonias originales se independizaron formalmente de la Corona británica con la firma del Tratado de París de 1783, comenzó un proceso de absorción territorial que no termina hasta 1959 con la admisión de Hawai como el quincuagésimo estado de la Unión. Y en las 37 ocasiones en las cuales el Congreso admitió nuevos estados a la Unión lo hizo luego de cerciorarse de que ya estuviera afincada una cultura fundamentalmente anglosajona con dominio irrestricto de los resortes del poder político y económico.

Tanto la Ordenanza del Noroeste de 1787 (que posibilitó la admisión de Ohio, Indiana, Illinois, Michigan y Wisconsin); así como el Tratado de Madrid de 1796 (mediante el cual entraron Missisipi y Alabama); el tratado de 1803 entre Jefferson y Napoleón para la compra del vasto territorio de la Luisiana francesa (que incluyó a Luisiana, las Dakotas, Minnesota, Iowa, Missouri, Arkansas, Oklahoma, Nebraska, y porciones de Wyoming, Nuevo México, Colorado y el norte de Texas); el Tratado Guadalupe Hidalgo de 1848 (conforme el cual entran California, Nevada, Utah, Arizona, y porciones adicionales de Wyoming, Colorado y Nuevo México); el Tratado de Gadsden de 1854 (litoral sur de Arizona); la anexión de Texas en 1845; la compra de Alaska en 1867 y la anexión de Hawai en 1898 obedecieron a ese patrón de transculturación sociológica y política.

Inclusive la entrada a la Unión de Texas --- ejemplo que el propio gobernador trae a colación --- sólo se da luego de décadas de constante colonización por parte de comunidades anglosajonas las cuales organizadas en cofradías empresariales (como la Texas Association (1822)) llegaron a ocupar las despobladas tierras tejanas ávidas por especular en bienes raíces, cultivar el algodón y explotar sus esclavos. Fue la propia colonia anglosajona, aguijoneada por Sam Houston, la que en 1836 declaró unilateralmente su independencia de México e inmediatamente comenzó a negociar su entrada a la Unión --- entrada que ya venía cociéndose desde comienzos de la presidencia de Andrew Jackson (1828-1836). (Véanse los Ensayos sobre la Relación entre México y los Estados Unidos en el Siglo XIX publicados por la Universidad Autónoma de México (1997)).

Por eso se equivoca Fortuño cuando plantea que nuestro sentido de nación es conmensurable al de Texas. Independientemente de las grandes contribuciones que las diásporas migratorias han ido aportando a la evolución del tejido social de los Estados Unidos --- incluidas aquí las vivencias y contribuciones de Obama, Sotomayor y muchos otros inmigrantes e hijos de inmigrantes --- la realidad es que para los americanos patria y nación son una misma cosa: los Estados Unidos. En cambio para nosotros, Puerto Rico es a un mismo tiempo nuestra patria y nación.

Y no faltará quien sostenga: ¿pero si aquí somos ciudadanos americanos no significa éso que somos americanos igual que en Kentucky o en Vermont? La contestación es sencilla: No. Una nacionalidad como la nuestra no se hace al calor de ciudadanías y pasaportes; se hace al calor de los sueños, anhelos, angustias, sufrimientos, pasiones, mitos, encuentros, desencuentros y trayectoria histórica en paralelo de un pueblo a lo largo de los siglos --- enriquecido por una lengua madre, por unas formas de religiosidad y por un sentido agudo de subsistencia y auto preservación en un punto geográfico desde el cual nutrir su espíritu. Que no se confunda nadie.

Aquí en Puerto Rico tenemos efectivamente un vínculo jurídico importante con los Estados Unidos a través de una ciudadanía compartida, pero dicha vinculación no define nuestra identidad nacional. Negar tan insoslayable realidad para adelantar una causa ideológica que nunca ha gozado del aval mayoritario del pueblo de Puerto Rico es inaceptable. Al liderato anexionista que hable claro. O puertorriqueños o americanos. Esa es la gran definición.

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