Thursday, March 18, 2010

Ese señor Grover Cleveland




Por Carlos López Dzur / Fundador de La Naranja de OC

Como la mayoría de los ex-presidentes estatadounidenses, Grover Cleveland (quien fue el vigésimo cuarto) comenzó el servicio público en posiciones locales. Fue jefe de Alguaciles en el Condado de Erie (Nueva York) por casi tres años, Alcalde de la Ciudades de Buffalo y Nueva York, Gobernador del Estado de Nueva York por dos años y, finalmente presidente de la nación en los periodos de 1885-1889 y de1894-1897, antes de que le sucediera William McKinley, quien fue asesinado de cara a las vísperas del siglo XX.

Cleveland fue abogado y profesante de la religión presbiteriana. A la presidencia llegó soltero; presumiendo, con la publicidad de la prensa, que era hombre de imagen pura; hombre franco, capaz de decir o hacer algunas cosas exacerbadas, pero honesto, esto es «with blunt, honest ways». La imagen de pureza se le cayó desde que se supo que fue padre de un hijo bastardo, con mujer (Maria Crofts Halpin) que parecía de cascos ligeros, porque no sólo con él se acostaba y Cleveland, a quien le achacaron el «domingo 7», dudaba si el bebé era suyo o de su compañero en el bufete legal, en Buffalo, Oscar Folsom.

Siempre las campañas eleccionarias sucias han existido y una que Cleveland enfrentara le reclamaría que pagara su manutención infantil (cosa que él hizo) para evitar ese grito o «slogan» acusador: «Ma, Ma, where's my Pa?» En aquellos años, en la vida pública, había formas finas de tildar a un fornicario, o respetarle la vida privada a un presbiteriano. Cleveland no corrió a darle su apellido. Oscar Folson se prestó a darle el suyo, aunque Cleveland pagaba los gastos, las manutenciones. ¿No es extraña su actitud?

Cuando uno valora las aportaciones de este presidente, siempre encuentra interesante y misteriosa la frase de uno de sus discursos: «Las mentes no actúan juntas en público; ellas simplemente se pegan ; y cuando sus actividades privadas se reasumen, vuelan aparte otra vez». Tiempo muy difíciles le tocaron a Cleveland, quien pensaba que «un sentimiento sinceramente americano reconoce la dignidad del trabajo y el hecho de que el honor radica en la faena dura y honesta». El problema es que ese estadounidense virtuoso y sincero al que él elogiara tenía otros vicios que sólo son enumerables y disgnosticados cuando se lucha desde el poder por corregirlos. Y él mucho que habló sobre el honor para ser un patán. «I have considered the pension list of the republic a roll of honor. It is a condition which confronts us - not a theory. Honor lies in honest toil». Bla bla blá... Habló el buey y dijo mú.

En la época que administró, en gobernatura y presidencia, casi todos los blancos sureños repudiaban la llamada Era de la Reconstrucción de la nación después de la Guerra Civil. La gente del Sureste norteamericano decía igual que Cleveland, pero, por distintas razones, que los programas de la Reconstrucción eran un «experiemento fracasado», porque el racismo, admitido y abierto, no permitía que se aplicara el poder federal para garantizar el cumplimiento de la Enmienda Constitucional Núm. 15 que le daba los derechos al voto a los ex-esclavos negros.

Como hombre del Este (nacido en New Jersey), él se identificó con ideales de libertad para el esclavo; rehuyó el servicio militar o Ley de Conscripción de 1863 para no mancharse de sangre las manos en la Guerra Civil. Antes que declararse abolicionista, quizás para no dañar su carrera, no hizo pronunciamientos. Sin embargo, fue como abogado, dedicado y defendió gratuitamente a participantes de los llamados «Fenian Raids» (rebeliones de la Hermandad Fenia, con base en los EE.UU, que atacaba a fortines militares ingleses en Canadá). Dio su muestra de apoyo para la independencia irlandesa, una lealtad sentimental pues tenía tal ancestro. Habría sido más útil defendiendo a negros; pero políticamente no le convino y no lo hizo.

Se hizo del Partido Demócrata y el único de tal partido electo a la presidencia en época en que los republicanos de Lincoln dominaban (1860 a 1912). Su tipo de pensamiento democrático bourboniano, comprometido con los principios del liberalismo clásico, eran firmes. Se opuso en cuanto pudo al imperialismo, al exceso de impuestos, a las políticas de clientelismo, subsidios, impactos inflacionarios y quiso ser un reformador, actuando contra la corrupción y los patronazgos. Le faltó talento y quizás un compañero vicepresidencial con más güevos y sustancia. El historiador Allan Nevins coincide con ésto y resume: «Carrera honorable, mas poco notoria o espectacular; probablemente ningún hombre en el país, el 4 de marzo de 1881, había pensado que este abogado limitado, aunque firme y sencillo, desde Búfalo, llegara a la presidencia». Allan Nevins, en su enjundiosa biografía «Grover Cleveland: A Study in Courage» (1932), con que ganara un premio Pulitzer, piensa que su mediocridad, sumada a su sencillez, le dio sus minutos de gloria y avance político en un ambiente como Buffalo, plagado por la corrupción de las maquinarias políticas de demócratas y republicanos.

En ese tiempo abundaban los «jefes», barones de los ferrocarriles, pontentadps de minas y bancos, especuladores de tierras. Quizás lo peor, en medio de ese clima, fue el racismo y el rencor extendido creado por la «Causa Perdida» de los confederados (que perdieron la guerra civil, mas todavía no el poder económico que tenían en el sur, a excepción de verse ya sin esclavos).

El racismo era evidente con los «linchamientos» («lynchings») y la cuestión triste cuando uno juzga a este presidente es que él se jactaba de la pena y la vergüenza que provocan tantos episodios de ejecuciones sumarias de negros, palizas y atropellos, pasada ya la guerra civil y los momentos más activos de los Ku klux Klanes, y él no hizo uso del poder federal para evitar esas matanzas y oprobios. De hecho para afianzar el reconocimiento del negro y su derecho al voto, según dispuso la Enmienda 15, cuando llegó a la presidente ni siquiera ofreció posiciones ni promociones a los afroamericanos. Simplemente, toleró que Frederick Douglass, afroamericano valiente, dijera con sus discursos y su expedientes narrativos sobre el dolor y la injusticia, aún sufridas por un pueblo liberto de la esclavitud, mas todavía abrumado por la miseria, el racismo y la falta de representación política.

Y los racistas blancos, a sus anchas. Cleveland fue enormemente miope o mediocre al plantearse asuntos de Derechos Humanos. Pensaba que no conviene que el chino siga viniendo a los EE.UU., por más esclavitud que hubiese en China y adujo que los inmigrantes chinos no quieren asimilarse a la sociedad blanca (por lo menos, no de la noche a la mañana). El Secretario de Estado de Cleveland, cuando negociaba el Acta de Exclusión de la Inmgración China, recibió instrucciones suyas para que el Congreso aprobara el Acta Scott, escrita por el congresista William Lawrence Scott. Esta legislación disponía que se inhabilitara el regreso de los chinos que dejaran los EE.UU. y el Acta se hizo ley en octubre fe 1888, aprobándose fácilmente por ambas cámaras del Congreso, dos nidos de puros anglosajones racistas.

Con la misma ineptitud, Cleveland se planteaba la condición económico-social y el avance de los derechos de los indígenas nativoamericanos. Los percibía con el mismo prejuicio que a los chinos, alegando que son reacios a la asimilación cultural. Si bien apoyaba la aprobación de que se les distribuyera tierras a miembros de ciertas tribus, de un modo individual, el Gobierno Federal mantenía los fideicomisos de las tierras tribales y se las regateaba para no darlas. Las ideas clevelandianas en torno el Acta Dawes y la situación del indígenas era repudiada por los indígenas que sabían que tras el llamado a la asimilación a la sociedad blanca (como medios de sacarlos de la pobreza) se escondía una pretensión distinta: debilitar sus gobiernos tribales, animarles a vender sus tierras a especuladores blancos y dejarles sin soga y sin cabras.

De las mujeres decía, casi lo mismo. No se les debe dar el voto: «Sensible and responsible women do not want to vote. The relative positions to be assumed by man and woman in the working out of our civilization were assigned long ago by a higher intelligence than ours». Dios sería quien, con su Alta Inteligencia, le dio su lugar, a la cocina y a coser, a criar muchachos y él tuvo cinco con Frances Folson, además del que tuvo fuera del matrimonio.

Como creyente en la teoría del gobierno limitado, sin mucha burocracia, él no investigó adecuadamente a quien servía y creía que mejor que contratar administradores eficientes, es utilizar el poder de veto que utilixó con más frecuencia que ningún otro presidente hasta esa fecha. Por las comisuras de la boca decía: «Officeholders are the agents of the people, not their masters». Que los funcionarios de una oficina pública debían ser servidores de la gente, no jefes o dueños de sus voluntades. Mas en la práctica se inclinaba a los intereses de quienes creen que el gobierno debe proteger a los ricos, en vez de cuidar a los trabajadores pobres.

El voto popular tendió a favorecerlo para la presidencia en tres ocasiones —en 1884, 1888 y 1892; pero, entiéndase que ni votaban la mujer ni los jóvenes, en las edades de hoy, y prácticamente ningún negro. Cuando utilizó los vetos presidenciales el primero fue contra el pobre. Vetó una legislación que pretendía que se redujeran las tarifas de los trenes elevados de la Ciudad de Nueva York. El dueño del sistema de trenes era Jay Gould, un millonario inescrupuloso, que cada vez que se le antojaba subía las tarifas, enriqueciéndose a expensas de trabajadores y usuarios pobres del servicio. Mas en tiempos de mala economía, en las cercanías de un Pánico financiero, a ese señor Grover Cleveland se le iluminó el foco, alegando que Gould se hizo cargo de los ferrocarriles, que iban camino a la queibra, y los hizo un sistema solvente nuevamente. Durante su segundo periodo presidencial, 1893 –1897, sus actitudes ante el uso de la plata en el sistema monetario y las políticas tarifarias, originan el Pánico financiero y mucha zozobra laboral.

A raíz de una huelga ferrocarrilera en 1894, unos 125,000 obreros de ese sector paralizaron el comercio de los EE.UU. y, entonces, el correo federal dependía de esas líneas; Cleveland interviene, no sólo con un «injunction», sino que envió tropas federales y, desde entonces, no habría paz con el liderazgo del obrerismo organizado.

El Pánico de 1893 hizo vulnerable en los EE.UU. la situación de los obreros. El no oyó el clamor de las marchas pacíficas lideradas por Jacob S. Coxey, no oyó sus puntos en reclamos de crear empleos en carreteras ni a los agricultores, yéndose a la bancarrota y dejando sin trabajo a los campesinos. Los historiadores dicen que las Marchas de Pobres (el Coxey's Army) nunca fue una amenaza para el gobierno, mas sí indicio de insatisfacción con las políticas monetarias de Cleveland: «It showed a growing dissatisfaction in the West with Eastern monetary policies». La huelga de Pullman también fue un llamado a considerar los bajos salarios de la gente pobre y la necesidad de reducir las horas de trabajo, en esos años una jornada laboral de 12 horas y ningún beneficio, excepto el bajo sueldo.

Esto fue lo que hizo mediocre, sin notoriedad, a un presidente electo tres veces con el voto popular: Ser un sordo y no aportar nada, ni en Derechos Civiles de negros, indígenas, mujeres, ni en reinvindicaciones obreras, ni en materia de educar a la ciudadanía para la paz. El preparó el camino de intolerancia que condujo al asesinato de Lincoln, a involucrar la Armada estadounidense en la Primera Guerra Mundial e intensificar fricciones intervencionistas, lo mismo en China que en Nicaragua, Hawaii y Venezuela.

El juzgó según dijo la situación de la democracia: «The ship of Democracy, which has weathered all storms, may sink through the mutiny of those aboard». En realidad, más que del naufragio potencial de la democracia, le interesaba el naufragio del capitalismo. Apoyaba el libre comercio con Hawaii; pero, cuando había inestabilidad en ese país, ocasionado por intereses anexionistas, que interesaban minas de carbón o plantaciones cañeras, ni quiso apoyar la restauración de la monarquía hawaiiana ni apoyar la anexión. Los intereses navales de los EE.UU. se interesaban en la posición estratégica de una base allí, en Pearl Harbor y él termina traicionando sus conceptos de no intervencionismo y no expansionismo. Su amplia interpretación de la Doctrina Monroe termina eclipsada.

Cleveland no quiso nuevas colonias europeas en el hemisferio; pero, Gran Bretaña abrió paso una disputa en Venezuela por fronteras con la Guyana inglesa y, de paso, se comprometió a los EE.UU. y... el futuro, tras la muerte de Mckinley, es simple. Comienza la época de oro del imperialismo y expansionismo estadounidense hacia el exterior. Para formar maestros en estas malas artes, sólo basta un mediocre, un abogadillo presbiteriano de Buffalo, dispuesto siempre a recular en todo.

Hay una biografía de Henry F. Graff, «Grover Cleveland» (Arthur M. Schlesinger Jr., Editor, 2002), qur habla sobre éste como uno que peleara por restaurar la estatura o dimensión de su oficina presidencial despertándola de la soñarrera de varias administraciones débiles y sobre su irrupción al poder como milagro, «a rags-to-riches story» en un mundo político que creó a los dirigentes estadounidenses antes del advenimiento de los medios elctrónicos de información de hoy. Distingue de su quehacer, a su decir: «He established the themes of sound administration, resistance to pork-barrel politics, and general fairness that distinguished him later as president». ¿De veras?

Coincido en que los políticos son imágenes publicitarias, casi de la misma trivialidad pragmática que tendría un aviso comercial. Dice Graff que fue una «personalidad gris», maldita por su apariencia: cuerpo pesado de bodoque, discursos memorizados sin ninguna espectacularidad que lo habrían descalificado para la presidencia en la edad de la televisión. En eso tiene razón; pero, marcarle diferencias positivas con su sucesor imperialista, Teddy Roosevelt, es adularlo demasiado. En resumen, ese señor Grover es pura paja.

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