Ante el tribunal que juzga el plan sistemático de robo de bebés, la monja relativizó su propia declaración del 2007. Esta vez dijo no recordar que entregara sábanas para “las NN” y tampoco supo qué decir sobre el destino de los chicos que vio.
A algunos de ellos siempre les costó contar lo que vieron en el interior del Hospital Militar de Campo de Mayo donde trabajaron durante los años de la dictadura militar, el lugar en el que funcionó la maternidad clandestina que atendió a las parturientas secuestradas. Algunas son religiosas de la Congregación Misericordia de la Tercera Orden regular de San Francisco; algunos son médicos que estaban bajo las órdenes de otros médicos militares. La semana pasada empezaron a pasar por la audiencia del plan sistemático de robo de bebés como ayer lo hizo Felisa, una monja paraguaya, y el médico Carlos Alberto Raffinetti. Ambos habían dicho años atrás algo más de lo que ayer recordaron. La monja, en una declaración de 2007; el médico ante la Conadep. Ayer la presidenta del Tribunal Oral Federal 6 llegó casi a enojarse con la religiosa que sistemáticamente evitó todo tipo de precisiones. “¿Pero usted supo lo que pasó en el país entre los años ’76 y ’82?”, le preguntó María del Carmen Roqueta notoriamente incómoda. “¿Nunca tomó conocimiento de lo que se nombró como guerra? ¿Sabe que en este momento está declarando frente a un tribunal federal de la Nación?”
La hermana Felisa se llama Nicomendes Zaracho, una religiosa que trabajó durante doce años en el Hospital de Campo de Mayo. Zaracho era la encargada de distribuir la comida, cuidar la ropa de los soldados y mantener la limpieza de una de las salas que tenía a cargo. Luego de una larga investigación que logró darles nombre a las personas que habían estado en esos servicios, el Juzgado Federal de Jorge Ballestero la convocó en 2007 para una primera declaración. Zaracho en ese contexto habló de las escenas, por las que la querella de Abuelas de Plaza de Mayo volvió a pedir su presencia. Dijo que alguna vez sirvió el desayuno para tres chicos que de pronto, un día, aparecieron en un área del hospital. Mencionó además que cuando distribuía las sábanas e inscribía los destinos, alguna vez tuvo que poner como destino la inscripción “NN”. Ninguno de esos recuerdos aparecieron ayer con facilidad. Tanto que durante un tramo de la declaración, cuando las idas y venidas de las preguntas no lograban siquiera acercarla a los puntos más tremendos de esos relatos, Roqueta le preguntó si estaba segura de estar bien. “¿Está amenazada? ¿Recibió alguna coacción?”, le dijo. “¿Quiere que desalojemos la sala para que pueda declarar tranquila? ¿Se asesoró con algún abogado antes de venir acá?” La monja, que respondió que no a cada una de las preguntas, hasta con una sonrisa nerviosa, dijo que no también cuando le preguntaron por el abogado, pese a que momentos antes quien la acompañó se presentó como abogado ante alguien de la causa. El hombre, de apellido San Juan, bajó las escalinatas con ella y otras dos religiosas.
La declaración
La hermana Felisa atendía a los enfermos de la Clínica Médica, que luego pasaban al sector de epidemiología, con acceso restringido al personal militar después del golpe de Estado. “¿De dónde le traían la comida?”, preguntó el abogado de Abuelas, Alan Iud. “De la cocina”, dijo ella. “¿Y la vestimenta?” “De la ropería”, agregó.
–¿Quedaba algún tipo de registro?
–Sí –dijo la mujer–, se anotaban cuántas sábanas iban para los soldados, después las traían y les dábamos ropa limpia.
–¿Alguna vez en esos registros leyó o pudo ver que estuviera el término NN? –preguntó Iud.
–Que yo sepa, no –dijo la religiosa.
–¿Escuchó esa expresión?
–No.
–¿Sabe a qué se refiere esa expresión?
–Son... –propuso– personas que no tienen nombre.
Ese fue el trabado ritmo de la declaración. Zaracho respondió breve o con monosílabos. Luego, las preguntas se escuchaban en tonos cada vez más altos, como si todo fuese un problema de audición. Finalmente, Zaracho volvió a hablar de los niños: “Yo me acuerdo de una vez en pediatría que hubo, no un bebé, sino tres chiquitos, uno de siete años. Yo me acuerdo que le mandaron pedir a la superiora para que les vaya a dar el desayuno a esos chicos; era una nena y dos varoncitos”. Zaracho no dijo mucho más. Dijo “no sé” cuando le preguntaron por los padres, aunque no era lo que había dicho años antes. Roqueta empezó a leerle poco después su vieja declaración para recordar alguno de esos puntos. En esa vieja versión, la superiora había recibido una orden durante la noche para darles de comer a unos niños. Zaracho los asistió con otras dos religiosas. “Nos encontramos con un varón de seis o siete años –dijo en ese momento–, y dos hermanos de 2 y 4 años; el varón era primo de los otros chicos; la nena lloraba mucho pidiendo por su madre, y el nene les decía que ya no estaban más. Y decían que los padres los habían puesto debajo de la cama, y sobre ella habían puesto además un colchón.” Era el año 1976, los tres estaban en la maternidad, en el área ginecología.
“¿De todo eso no se acuerda nada?”, le preguntaron a la mujer. “¿Cómo eran esos nenes?” Ella sólo dijo recordar que el niño era flaquito, algo rubio y tenía un jean y un pulóver.
–¿Sabe qué pasó con esos chicos después?
–No –dijo la mujer.
–¿Y no preguntó a las otras religiosas? ¿No lo hablaban entre ustedes?
–No –dijo Zaracho–. Lo que pasa es que habían dicho que les diésemos el desayuno nomás.
“¿Era común ver chicos en ese lugar?”, le preguntaron. “¿Era común ver que lloraran pidiendo por sus padres? ¿Era todo igual? ¿No le llamó la atención?” “No me acuerdo”, respondió Zaracho. “Seguramente me acordaba más en esa (antigua) declaración”, aclaró. Esa vez, la religiosa había hablado lo de las sábanas para NN. “¿Por qué ha dicho ahora todo lo contrario?”, le preguntó el Tribunal. “¿Y qué piensa ahora –insistieron–: por qué se pondrían NN, si antes usted misma dijo que los NN podrían ser las personas que no podían tener nombre? ¿Por qué no podrían tener nombre?” Y ella explicó: “Yo no sé doctora...”.
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