Tomo prestadas unas palabras justas y fraternas que me escribió un amigo hincha de Rosario Central para dar cuenta de lo que se siente muy adentro, en las entrañas de nuestra memoria cuando, ante nuestra incredulidad, sucede lo inimaginable, lo que ni siquiera podía existir en nuestras peores pesadillas de infancia. “Duele. Es un dolor difuso, en el costado, parece estar afuera de uno, pero lo acompaña siempre. Es un dolor que viene de atrás, de la niñez, de alguna esquina, de algún picado en un hueco de los que ya no hay, las primeras veces en la cancha con el viejo, con el tío, con un hermano mayor. Duele en esa inocencia de entregarse a un emblema, a colores primarios, a una bandera pagana, entregarse sin preguntas, sin cuestionamientos, pleno, entero; sin pensar en consecuencias. Duele ver los ojos humedecidos de los hijos, de los nietos, de los niños que queremos y que no entienden. Duele en la historia que uno hizo propia, con sus íconos, sus sacerdotes, sus referentes, sus ídolos. Duele en el fondo, como duelen las cosas elementales, el amor, los celos, las frustraciones. Duele en los momentos que volvemos a ser niños y volvemos a entregarnos a ese éxtasis primitivo en un grito de gol, en una discusión a muerte en el café, en la cordial cargada. Como aquellos lunes que estábamos tristes o alegres según como nos fuera el domingo. Duele en las chicanas de la secundaria, en la cargada de la esquina, en la bronca de un domingo negro. Uno está preocupado por los problemas del mundo, por los destinos de la humanidad, pero duele. Es como una resaca que se instala y uno quisiera repetir hasta el infinito esa oportunidad perdida, ese penal errado, ese minuto fatal. Duele sentirse perdedor por deudas anteriores, que dirigentes, cuerpos técnicos y planteles paguen facturas que gastaron otros, que la historia se derroche así. Es un dolor suave y secundario, no importante, no cambiará nuestras vidas, pero duele. ¿En qué otro momento hombres grandes lloran a moco tendido en público? ¿Madres de familia insultan de impotencia? Esa pelota que rueda pasa por todos nuestros corazones, se pinta de los colores de uno y uno deposita en ella vaya a saber qué cosa. Pero duele. Se sabe, ‘volveremos’, ‘será bueno para la institución’, ‘se refundará el club’ y etc., pero duele. El descenso es el pequeño descenso a los infiernos de los futboleros y, tal vez sea cierto, si se pasa se retorna mejor; pero duele. Uno sabe que es un negocio, que está todo podrido, que no hay amor por la camiseta, que la tv, que la afa, que la fifa, sabemos todo, pero duele. Los acompaña un centralista que pasó y pasa por lo mismo. Ya sé, no es consuelo; pero duele”.
Gracias, Jorge, por la comprensión, esa que sólo puede nacer de la experiencia dolorosa compartida y que nos coloca ante la perplejidad de sentir que algo nos falta, que algo entrañable se ha quebrado y que recuperarlo será arduo y más que difícil. El fútbol, lo sabemos, está entrelazado con nuestra vida, con nuestros recuerdos, con nuestras alegrías y tristezas; en él hay algo más que un simple juego, algo que tiene que ver con nuestra sensibilidad, con lo atesorado desde los lejanos días de la infancia, con alguna tarde memorable, con amigos que ya no están, con el barrio, con los laberintos de la historia de cada uno y con una extraña fraternidad de amantes de la misma camiseta. El fútbol es la gloria y la caída, la alegría inconmensurable de un picado que se pierde junto a las últimas luces del día y la certeza, también, de su cooptación por el negocio vil, por la corruptela dirigencial que, sin embargo, no alcanzan a desdibujar las eternas gambetas instaladas para siempre en la memoria del hincha.
Antes que nada toda la tristeza de un riverplatense de alma, de alguien que forjó su pasión futbolera por la banda roja esperando, al haber nacido en 1957, 18 años para verlo campeón. De alguien que lleva en su memoria de infancia una delantera inolvidable que, por esas circunstancias de la vida y del azar, no ganó nada de nada pero que quedó para siempre grabada en el recuerdo del hincha: Cubillas, Artime, Ermindo Onega y Mas. De alguien que disfrutó la irreverencia creadora y la desfachatez subversiva del jogo bonito del maestro Didí que fue capaz, junto a otro brasileño monumental, Delem, de forjar una generación de jugadores increíble de la mano del Beto Alonso y del hoy denostado Jota Jota López: una generación que redimió, un poco después y gracias a la herencia ofrecida a manos llenas por Didí, al hincha de River bajo la conducción de una de sus glorias absolutas, Ángel Labruna. River son sus hinchas, su estilo de fútbol, sus triunfos y, claro, sus derrotas, de esas que templan el espíritu (de chico, cuando el fútbol se lo vive con el alma y el cuerpo y cuando cada acontecimiento puede ser la felicidad o el dolor más cruel, viví el largo exilio hasta 1975 con la certeza de ser hincha del club de los amores en las buenas y en las malas que, en aquellos años, eran más malas que buenas pero siempre dándole cuerda al reloj del mito).
No se olviden, los que hoy se mofan de nuestra suerte, que hemos sabido de padecimientos y de dolorosas derrotas como aquella final con Peñarol en Santiago de Chile, pero que también supimos tener la delantera más extraordinaria del fútbol argentino de todos los tiempos, la famosa máquina con Muñoz, Labruna, Moreno, Pedernera y Lousteau, y que de la banda roja salieron, entre otros, Amadeo Carrizo, el más grande de los arqueros, Distéfano, un revolucionario del fútbol, y Sívori de la saga de los inolvidables 10 que supimos tener a manos llenas para deleite de los futboleros de raza, esos que desde siempre amamos las gambetas, los caños, la elegancia de un pase de 30 metros y el fútbol ofensivo y cuidadoso de la pelota. River es más grande que sus miserias actuales, que sus dirigentes cómplices y que la manada de delincuentes que se llaman a sí mismos “Los borrachos del tablón” pero que, bajo el amparo de esos mismos dirigentes, construyeron una trama de violencia y miedo.
La caída de River (“descenso” es una palabra demasiado suave para dar cuenta del desastre que puso finalmente en evidencia la derrota monumental del domingo pasado contra un equipo digno como lo fue Belgrano, capaz de construir su propia hazaña que quedará sellada para siempre en la memoria de sus hinchas) es, tal vez, la mejor metáfora del final del imaginario neoliberal de los años ’90. River, durante esa década de “pizza y champagne”, del uno a uno y los viajes a Miami en busca del Primer Mundo, ganó todo lo que se podía ganar y formó equipos de excepción (¿cómo olvidar a Francescoli, a Salas, a Gallardo, al mejor Orteguita, a Crespo, a Astrada), pero lo hizo al precio de ir dinamitando, sin que nadie se diera cuenta porque los triunfos son como la miel, el patrimonio del club llevando su endeudamiento a cifras astronómicas. Fue también la década de la hegemonía de Torneos y Competencias, de la transformación del fútbol nacional en un gigantesco negocio oscuramente administrado por el eterno Grondona y sus nuevos socios de la corporación mediática. Años de privatizaciones y de bancarrotas de clubes controlados y vaciados por dirigentes cada vez más ricos. Años de fiesta cuyos gastos serían pagados al precio de desguazar el patrimonio del club pero en nombre de un presente absoluto convertido en una ficción capaz de ocultar la destrucción que se avizoraba en un futuro no muy lejano. Paradojas de una década llena de triunfos que guardaban, en su interior, el veneno que llevaría a River a la peor de las decadencias. ¿Cuánto de la Argentina, de su parábola menemista, se expresa en esta historia de éxitos envenenados y de una fiesta depredadora de lo mejor de nuestra herencia? ¿Cuánto de aquel país de jauja que dilapidó a manos llenas el futuro de los argentinos encontró en River su prolongación hasta que, a nosotros también, finalmente la historia de la infamia nos alcanzó con sus garras despedazadoras? River, como el futbol argentino en general, no ha sabido reconocer los nuevos vientos que recorren el país desde 2003. Una herencia de negociados y fraudes se prolongó hasta conducirnos a la vergüenza actual. Como siempre los hinchas sinceros, los de siempre y los de a pie, son los que pagan el precio mientras los causantes del daño se ocultan entre sus millones acumulados a partir de la destrucción patrimonial y simbólica. Rehacer a River será una tarea muy difícil si no se revisan en profundidad las causas de su bancarrota que anticipan la de gran parte del fútbol argentino. Mientras desde Europa se sigan llevando a chicos que ni siquiera debutaron en primera y mientras en las canchas argentinas apenas jueguen los veteranos que regresan de todas las batallas, los debutantes que esperan ansiosos la venta salvadora y el remanente que no pudo ser colocado en ninguna plaza del exterior, el fútbol argentino seguirá envuelto en una mediocridad inmodificable y cada vez más perniciosa.
Nuestro diciembre de 2001 acaba de ocurrir con cierta demora. José María Aguilar fue nuestro seudo progresista que vino a reemplazar al menemismo de los Davicce y Pintado, y lo hizo en nombre del saneamiento moral del club utilizando un tipo de retórica muy parecida a la del republicanismo virtuoso de los constructores de la Alianza que llevó a De la Rúa al gobierno y después a la catástrofe. Aguilar, amparado en su astucia de tipo con un discurso avanzado y con su facha de buen administrador, no hizo más que llevar hasta su máxima expresión el desfalco iniciado en los ’90. Utilizando imágenes y conceptos de la política podría decirse que construyó con esmero nuestro corralito junto con la expropiación de lo que le quedaba a un club cada vez más exhausto financieramente al mismo tiempo que avaló, junto con el adversario de siempre y la mirada cómplice y doncornealesca del mandamás de la AFA, la entrega brutal del fútbol argentino al grupo Clarín y a la lógica privatizadora. River, bajo la dirección aberrante de Aguilar, le agregó un endeudamiento feroz de la mano con la venta, siempre oscura, de su patrimonio futbolístico representado tanto por los jugadores consagrados que fueron dejando el club uno tras otro sin dejar ni una moneda a cambio y, luego y como metáfora final, vendiendo incluso a juveniles que ni siquiera habían debutado en primera destruyendo el futuro y ofreciendo la perspectiva de un club sin horizonte alguno.
Así como una inesperada inflexión vino a cambiar el rumbo decadente del país iniciando, en mayo de 2003, otra historia capaz de romper con el legado maldito de los ’90, es imaginable pensar que esta caída en abismo de River pueda llegar a inaugurar otra etapa en su larguísima y gloriosa travesía futbolística. Una etapa de recuperación de la esencia del club que sólo podrá ir de la mano con un abandono de prácticas hechas de fraudes y mentiras. Tal vez esta sea la hora del renacimiento y de la recuperación después de que finalmente se han disipado los últimos aires malsanos que nos impedían ver la magnitud del desastre. River, como siempre, es la memoria de la infancia, las gambetas reas de Orteguita, la elegancia de Francescoli, los lujos de Alonso, las atajadas increíbles de Amadeo, la inteligencia de Ermindo Onega, la potencia goleadora de Pinino Mas, la pasión de Labruna y la de tantos otros que construyeron la gloria de la banda roja desde el origen de los tiempos. Volveremos.
Gracias, Jorge, por la comprensión, esa que sólo puede nacer de la experiencia dolorosa compartida y que nos coloca ante la perplejidad de sentir que algo nos falta, que algo entrañable se ha quebrado y que recuperarlo será arduo y más que difícil. El fútbol, lo sabemos, está entrelazado con nuestra vida, con nuestros recuerdos, con nuestras alegrías y tristezas; en él hay algo más que un simple juego, algo que tiene que ver con nuestra sensibilidad, con lo atesorado desde los lejanos días de la infancia, con alguna tarde memorable, con amigos que ya no están, con el barrio, con los laberintos de la historia de cada uno y con una extraña fraternidad de amantes de la misma camiseta. El fútbol es la gloria y la caída, la alegría inconmensurable de un picado que se pierde junto a las últimas luces del día y la certeza, también, de su cooptación por el negocio vil, por la corruptela dirigencial que, sin embargo, no alcanzan a desdibujar las eternas gambetas instaladas para siempre en la memoria del hincha.
Antes que nada toda la tristeza de un riverplatense de alma, de alguien que forjó su pasión futbolera por la banda roja esperando, al haber nacido en 1957, 18 años para verlo campeón. De alguien que lleva en su memoria de infancia una delantera inolvidable que, por esas circunstancias de la vida y del azar, no ganó nada de nada pero que quedó para siempre grabada en el recuerdo del hincha: Cubillas, Artime, Ermindo Onega y Mas. De alguien que disfrutó la irreverencia creadora y la desfachatez subversiva del jogo bonito del maestro Didí que fue capaz, junto a otro brasileño monumental, Delem, de forjar una generación de jugadores increíble de la mano del Beto Alonso y del hoy denostado Jota Jota López: una generación que redimió, un poco después y gracias a la herencia ofrecida a manos llenas por Didí, al hincha de River bajo la conducción de una de sus glorias absolutas, Ángel Labruna. River son sus hinchas, su estilo de fútbol, sus triunfos y, claro, sus derrotas, de esas que templan el espíritu (de chico, cuando el fútbol se lo vive con el alma y el cuerpo y cuando cada acontecimiento puede ser la felicidad o el dolor más cruel, viví el largo exilio hasta 1975 con la certeza de ser hincha del club de los amores en las buenas y en las malas que, en aquellos años, eran más malas que buenas pero siempre dándole cuerda al reloj del mito).
No se olviden, los que hoy se mofan de nuestra suerte, que hemos sabido de padecimientos y de dolorosas derrotas como aquella final con Peñarol en Santiago de Chile, pero que también supimos tener la delantera más extraordinaria del fútbol argentino de todos los tiempos, la famosa máquina con Muñoz, Labruna, Moreno, Pedernera y Lousteau, y que de la banda roja salieron, entre otros, Amadeo Carrizo, el más grande de los arqueros, Distéfano, un revolucionario del fútbol, y Sívori de la saga de los inolvidables 10 que supimos tener a manos llenas para deleite de los futboleros de raza, esos que desde siempre amamos las gambetas, los caños, la elegancia de un pase de 30 metros y el fútbol ofensivo y cuidadoso de la pelota. River es más grande que sus miserias actuales, que sus dirigentes cómplices y que la manada de delincuentes que se llaman a sí mismos “Los borrachos del tablón” pero que, bajo el amparo de esos mismos dirigentes, construyeron una trama de violencia y miedo.
La caída de River (“descenso” es una palabra demasiado suave para dar cuenta del desastre que puso finalmente en evidencia la derrota monumental del domingo pasado contra un equipo digno como lo fue Belgrano, capaz de construir su propia hazaña que quedará sellada para siempre en la memoria de sus hinchas) es, tal vez, la mejor metáfora del final del imaginario neoliberal de los años ’90. River, durante esa década de “pizza y champagne”, del uno a uno y los viajes a Miami en busca del Primer Mundo, ganó todo lo que se podía ganar y formó equipos de excepción (¿cómo olvidar a Francescoli, a Salas, a Gallardo, al mejor Orteguita, a Crespo, a Astrada), pero lo hizo al precio de ir dinamitando, sin que nadie se diera cuenta porque los triunfos son como la miel, el patrimonio del club llevando su endeudamiento a cifras astronómicas. Fue también la década de la hegemonía de Torneos y Competencias, de la transformación del fútbol nacional en un gigantesco negocio oscuramente administrado por el eterno Grondona y sus nuevos socios de la corporación mediática. Años de privatizaciones y de bancarrotas de clubes controlados y vaciados por dirigentes cada vez más ricos. Años de fiesta cuyos gastos serían pagados al precio de desguazar el patrimonio del club pero en nombre de un presente absoluto convertido en una ficción capaz de ocultar la destrucción que se avizoraba en un futuro no muy lejano. Paradojas de una década llena de triunfos que guardaban, en su interior, el veneno que llevaría a River a la peor de las decadencias. ¿Cuánto de la Argentina, de su parábola menemista, se expresa en esta historia de éxitos envenenados y de una fiesta depredadora de lo mejor de nuestra herencia? ¿Cuánto de aquel país de jauja que dilapidó a manos llenas el futuro de los argentinos encontró en River su prolongación hasta que, a nosotros también, finalmente la historia de la infamia nos alcanzó con sus garras despedazadoras? River, como el futbol argentino en general, no ha sabido reconocer los nuevos vientos que recorren el país desde 2003. Una herencia de negociados y fraudes se prolongó hasta conducirnos a la vergüenza actual. Como siempre los hinchas sinceros, los de siempre y los de a pie, son los que pagan el precio mientras los causantes del daño se ocultan entre sus millones acumulados a partir de la destrucción patrimonial y simbólica. Rehacer a River será una tarea muy difícil si no se revisan en profundidad las causas de su bancarrota que anticipan la de gran parte del fútbol argentino. Mientras desde Europa se sigan llevando a chicos que ni siquiera debutaron en primera y mientras en las canchas argentinas apenas jueguen los veteranos que regresan de todas las batallas, los debutantes que esperan ansiosos la venta salvadora y el remanente que no pudo ser colocado en ninguna plaza del exterior, el fútbol argentino seguirá envuelto en una mediocridad inmodificable y cada vez más perniciosa.
Nuestro diciembre de 2001 acaba de ocurrir con cierta demora. José María Aguilar fue nuestro seudo progresista que vino a reemplazar al menemismo de los Davicce y Pintado, y lo hizo en nombre del saneamiento moral del club utilizando un tipo de retórica muy parecida a la del republicanismo virtuoso de los constructores de la Alianza que llevó a De la Rúa al gobierno y después a la catástrofe. Aguilar, amparado en su astucia de tipo con un discurso avanzado y con su facha de buen administrador, no hizo más que llevar hasta su máxima expresión el desfalco iniciado en los ’90. Utilizando imágenes y conceptos de la política podría decirse que construyó con esmero nuestro corralito junto con la expropiación de lo que le quedaba a un club cada vez más exhausto financieramente al mismo tiempo que avaló, junto con el adversario de siempre y la mirada cómplice y doncornealesca del mandamás de la AFA, la entrega brutal del fútbol argentino al grupo Clarín y a la lógica privatizadora. River, bajo la dirección aberrante de Aguilar, le agregó un endeudamiento feroz de la mano con la venta, siempre oscura, de su patrimonio futbolístico representado tanto por los jugadores consagrados que fueron dejando el club uno tras otro sin dejar ni una moneda a cambio y, luego y como metáfora final, vendiendo incluso a juveniles que ni siquiera habían debutado en primera destruyendo el futuro y ofreciendo la perspectiva de un club sin horizonte alguno.
Así como una inesperada inflexión vino a cambiar el rumbo decadente del país iniciando, en mayo de 2003, otra historia capaz de romper con el legado maldito de los ’90, es imaginable pensar que esta caída en abismo de River pueda llegar a inaugurar otra etapa en su larguísima y gloriosa travesía futbolística. Una etapa de recuperación de la esencia del club que sólo podrá ir de la mano con un abandono de prácticas hechas de fraudes y mentiras. Tal vez esta sea la hora del renacimiento y de la recuperación después de que finalmente se han disipado los últimos aires malsanos que nos impedían ver la magnitud del desastre. River, como siempre, es la memoria de la infancia, las gambetas reas de Orteguita, la elegancia de Francescoli, los lujos de Alonso, las atajadas increíbles de Amadeo, la inteligencia de Ermindo Onega, la potencia goleadora de Pinino Mas, la pasión de Labruna y la de tantos otros que construyeron la gloria de la banda roja desde el origen de los tiempos. Volveremos.
Fuente: Revista 23
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