Premio en UCI, Irvine / Declamador Abelardo Cano / La Reina de los Hippies / Uno como nosotrosLa reforma de salud no funciona porque el lucro es parte de la ecuación. Todo el que tiene conciencia en este país sabe que este sistema es insostenible por costoso e inhumano.
Por Benjamín Torres Gotay
Desde el mismo momento en que en febrero de 1994 el entonces gobernador, Pedro Rosselló, en una pomposa ceremonia en una cancha bajo techo en Fajardo, entregó la primera tarjeta, la llamada reforma de salud comenzaba a derrumbarse.
No podía ser de otra manera.
Lo que Rosselló hizo en aquel momento fue algo que probablemente ningún gobierno sensato ha hecho jamás en la historia de la humanidad: comprarle un seguro médico privado a cada indigente, en nuestro caso, a más de una tercera parte de la población.
El fin que se perseguía nadie puede negar que es legítimo: intentar garantizarle acceso igual a la salud a toda la población, sea cual fuere su situación económica. Pero la manera en que se eligió hacerlo todos sabían, aunque pocos osaron advertirlo, que estaba desvinculada de nuestra realidad.
Los seguros médicos son tremendamente costosos, como sabe todo asalariado con plan de salud privado al que se le saca una buena tajada de su cheque cada quincena para costearlo. Nuestro gobierno ni estuvo entonces, ni mucho menos ahora, en condiciones de soportar esa carga.
En el 1994, se confiaron nuestras bienaventuranzas a la reforma de salud que impulsaba el entonces presidente estadounidense Bill Clinton, la cual no llegó ni a primera base. Ahora, el gobierno de Luis Fortuño se las confió a la que impulsó Barack Obama y aunque ésta sí tuvo éxito nuestras cuitas siguen siendo las mismas de siempre: pacientes quejándose de falta de servicios, médicos de que el dinero no da y aseguradoras privadas con la suerte de ambos enredadas en los dedos.
El que tenga ojos para ver puede, si se atreve, ver las cosas como son: el problema fundamental, la raíz de todo este enredo, tanto en el 1994 como ahora, es que este sistema incluye el lucro como parte de la ecuación de la salud.
En Puerto Rico, y en algunos otros países, empezando por Estados Unidos, se ha dejado que la salud, como la venta de piraguas o los cortes de cabello, esté sujeta a las leyes del mercado. Parecería lógico que la salud, el más fundamental de los derechos humanos después de la vida, debería correr otra suerte.
La salud y el lucro, como ha quedado demostrado hasta la saciedad en la historia de la humanidad, son del todo incompatibles. Curarse cuesta demasiado dinero, especialmente si uno no se ha cuidado bien, como es el caso entre nosotros. Nadie, salvo los gobiernos cuando de verdad toman en serio su rol de proteger a quien los elige, está dispuesto a tirarse ese tostón encima por motivaciones altruistas.
Por eso es que escuchamos tan a menudo de alguien a quien se le negó un servicio. Porque ese servicio cuesta y para que el sistema que tenemos funcione alguien tiene que ganar dinero. Así de simple y de brutal es la cosa.
Por algún tiempo, la idea de sistemas de salud públicos se ha confundido con socialismo. Pero hay países que han superado ese atavismo y no les va nada mal. Entre éstos podemos mencionar nada y nada menos que a Inglaterra, la cuna de Adam Smith, el padre del capitalismo, y de Margaret Thatcher, la niña símbolo del llamado neoliberalismo.
Allí, con todo lo capitalistas que son, entendieron que la salud no es lo mismo que un corte de cabello y los hospitales son públicos y los médicos empleados del gobierno. Hay otros ejemplos de países muy saludables que tienen sistemas similares, ninguno de los cuales es Cuba ni China: Canadá, Alemania, Francia, algunos otros así.
Más o menos eso, con sus virtudes y sus defectos, que eran muchos estos últimos, teníamos nosotros hasta que Pedro Rosselló lo desmanteló para repartir tarjetitas y meterle al tesoro público esa sonda que lo ha desangrado inmisericordemente ya por 17 años.
La gente, por supuesto, quedó muy contenta con la tarjetita, porque tenía algo tangible en la mano aunque su vida no hubiera cambiado mucho, al igual que muchos se pusieron felices con las parcelas que les dio Muñoz Marín, aunque siguieran viviendo en la miseria. Por eso ninguno de los gobiernos que hemos tenido desde entonces se ha atrevido a traquetear con la tarjetita.
Pero todo el que tiene conciencia en este país sabe que este sistema es insostenible por costoso e inhumano, tarde o temprano va a colapsar y va a hacer a todo el país colapsar con él y, de una u otra manera, hay que empezar a pensar de qué otra forma podemos garantizarle a todos ese derecho tan fundamental que es salud que se necesita para vivir e intentar ser feliz.
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