Los argentinos estamos siendo ingratos con los recuerdos. Los olvidamos. Como si una década nos pesara como un siglo y ya fueran humo y leyenda los patacones, el corralito, las ferias del trueque y los salarios impagos, y el desempleo y el hambre.
Lo que hoy les está pasando a Grecia, y casi a España -y ahí anda Silvio Berlusconi exprimiendo hasta el último moho del Renacimiento- es como una copia que leemos con una mirada evasiva. La del que ha vuelto a salvo de un naufragio y pisa tierra firme y está feliz por poder hincar sus dientes en la pulpa de un coco o de
un plátano.
un plátano.
Hay ingratitud hacia aquel pasado que aún no llega a pretérito y que sin embargo ha envejecido precozmente. No nos inspira nostalgia. Aunque una resaca de lobistas ortodoxos con un garfio, una pata de palo y una cimitarra, todavía merodean por la memoria del “ajuste” y miden de reojo el grosor de nuestros cogotes.
Se van extinguiendo pero los que sobreviven acechan. Y se cuelan como candidatos a presidentes o a lo que sea y siguen con sus recetas retrógradas. Pero ya ha renacido una sociedad con anticuerpos; una sociedad satisfecha de no ser insatisfecha ya más injustamente.
Una nueva generación argentina ignora qué fue aquello de la crisis y el ajuste. Les cuesta imaginar a la gente en el mercadito buscando terceras marcas, o cuartas; los fideos sueltos y rotos en pedacitos; y pedir el aceite por taza. Y además tener que caminar treinta cuadras para no pagar el colectivo. Si es que al menos uno de la familia tenía que viajar porque aún conservaba el trabajo.
La gente abandonaba a los perros. Y los movileros truculentos decían que algunos se los comían al spiedo. Más tiernos eran los gatos.
Es probable que para esos tan jóvenes y para otros menos jóvenes haya pozos desmemoriados. ¿Quién fue Norma Plá?, por ejemplo. No bastará con contarles que fue una jubilada que hizo hacer pucheros al verdugo vocacional que iba a desahuciarla. Sus cenizas se esparcieron en la Plaza Lavalle. Una canción de la Bersuit quiere evocarla. Millones de nuevos jubilados no podrían concebir aquella escena; tampoco millones de chicos protegidos podrían concebir que hace diez años había cientos y miles de chicos desnutridos que sirvieron para que muchos teóricos posaran de filántropos. Y otros aprovechadores los usaran como actores para filmar películas de lágrimas. Y de éxito. Hoy no serviría contarles a los más chicos acerca de las colas en los cajeros automáticos vacíos o en los comedores públicos, o en los portales de las iglesias y los templos para tomar un caldo piadoso. Las largas esperas a la madrugada para recibir en la puerta de un diario el pliego de avisos clasificados para ir a competir por un puesto tan flexibilizado que solo faltaba que el trabajador le pagara al patrón por dejarlo sentirse empleado.
Para qué acordarse de haber ido al banco de empeños y volver con la desilusión de que la joya, que sería nuestro socorro, era chafalonía; o de haber ido por primera vez a un hospital porque antes nos protegía la prepaga. Muchos, también por primera vez, conocieron y tocaron a los pobres. Los vieron corporizados y más cerca de ellos, porque ya ellos estaban siendo pobres.
A este paso la desmemoria nos hará creer que aquello no es más que una mitología de los viejos. O una exageración anacrónica para justificar por comparación el disfrute actual del consumo y del ingreso. De las ferias del trueque no queda ni el olor de una torta hecha por una señora fina con harina de descarte. Ni los grumos de una prepizza amasada por una cocinera con hambre.
Esta ingratitud con el pasado es lo más saludable que nos pasa. No necesitamos recordarlo: lo llevamos en la sangre como esos anticuerpos que nos defienden de las pestes. La política recobró su lugar. El pueblo recuperó la política. Hoy, al antiguo “ajuste” y a la resignación, ni siquiera los recuerda la mala nostalgia.(Télam)
(*) Escritor y periodista.
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