Tuesday, March 1, 2011

El Pasaje de la Mona: De Microrrelatos

«They danced all night long, orgiastic, spontaneous and completely free form»: Ralph J. Gleason, en: San Francisco Chronicle

Siempre quise una isla encantada. Es que me dijeron que Borinkén es muy pobre, pese a que le bautizaron Puerto Rico. Con ésto de la pobreza de la isla, asesinaban vocaciones de libertad, aventuras de autonomía y perpetuaban la impotencia del conformismo. Con ésto, el Estado Libre Asociado castraba al cacique Urayoán, que dio a su región en el Oeste del territorio el nombre de Yagüez, «lugar de aguas puras y claras». Yo tuve sed de esas aguas. Siempre que, en camino al colegio, pasaba frente a la Cervecería India, que embotellaba su producto y lo comercializaba con los lemas de cerveza hecha «con las aguas puras de Mayagüez», me venía la imagen de una isla encantada. Reflexionaba que tal vez sería un punto perdido entre el Norte de Añasco y el oriente de Las Marías y Maricao; un punto, al Oeste del océano Atlántico.

Nunca hallé esa isla. Comenté y pregunté sobre ella. Alguien me dijo que la isla existe. Su geografía es pequeña y la bahía en que se ubica es más reducida que la Bahía de San Juan, pero pertenece a Mayagüez. Es un lugar muy peligroso, me dijo una señora que vino de la antigua Hispaniola, descrita por los colonizadores. Dueña y regente de la casa de hospedaje. «La bahía es muy profunda; sus aguas turbulentas y los tiburones temibles y sanguinarios». Me dijo que todos los dominicanos y muchos haitianos en el área la conocen, la han desafiado alguna vez y, quienes que no mueren en la travesía de esos mares, son perseguidos. Viven como piratas en el clandestinaje. Los gringos de la Guardia Costanera no les pierden la pista porque son como «sobrevientes indocumentados». Aliens.

Bromeó. La isla tiene una hijita que se llama Monitos. Y dos de los pupilos que ella hospeda en la casa, alumnos como yo del colegio, vienen de allí. «Díle que te lleven al Cerro de las Mesas para que lveas las islita desde lejos, mas no vayas». Desde ese cerro en la Carretera # 349, se aprecian las mejores vistas de las costas del pueblo. Entonces, me hablaron sobre el Pasaje de la Mona y dos bateyes asociados a la isla. Y un pupilo, con una habitación próxima a la mía, se describió como un indio, nacido en tales bateyes. Dijo que los taínos todavía existen y él es uno.

Yo, aún cansado de verlo, saludarlo desde lejos, no sabía que era un indígena taíno y que se sentía así. Para mí, fue un boricua más, proveniente de Bayamón, el más escandaloso de todos los pupilos y quien se hacía llamar «Perro Rojo», el indio perro rojo. Con él, se hospedaba un primo más viejo que anduvo en un pueblo minero de Virginia City, Nevada, donde se aficionó al peyote. Para su desgracia, en Mayagüez no hay peyote y nadie quiere ser indígena nativoamericano. No hay perros rojos, como ellos. Ya no hay areitos ni quiere ir a buscar la isla encantada.

Entonces, los dos charlatanes que suelen bailar desnudos, como monos en su dormitorio, bajo acordes de ritmos de las bandas 'Grateful Dead' y 'Big Brother and the Holding Company', música que tienen grabada, me dijeron que si deseo ver la isla encantada y tener una Experiencia de Perro Rojo, debo ir con ellos y ser un mono, sin pudor al menos durante toda una noche, desechar los valores por lo que me estuve guiando. Mayagüez tiene que ser, aunque sea por lo que dure la experiencia, la Ciudad de los Indios.

En la Ciudad de los Indios, no se bebe sangría y no hay mitos sobre el pueblo del mangó o del brazo gitano. Todo es más dionisíaco y rústico. Antes de ir a ver el Pasaje de la Mona, o el paso de los Delfines o las islas en las márgenes del Yagüez, hay que pasar la prueba del elíxir electrificante que llaman Kool-Aid Acid. «Es que ya no hay peyote; pero el Kool-Aid es lo mismo».

Entonces, un fin de semana, subí a un carro viejo que tenía Bayamón, el primo de El Perro Rojo. Me acomodé en el asiento trasero, acosado por las preguntas de si de veras estaba dispuesto a ver la isla encantada y probar el ácido eléctrico que transporta a ella, siendo la mejor herramienta para transformar la sociedad. Una vez que se tiene esa experiencia sicodélica la mente no vuelve a ser la misma, porque abre canales a cambios revolucionarios y sociales. Se obtiene el valor de negarse al Servicio Militar Obligatorio, romper la cartilla en la Plaza de Colón y vivir en comunas, donde todos los monos y los perros se entienden. Danzan o viven desnudos y se limpian el culo con la moral establecida. «Uno es un muerto agradecido, uno más en la audiencia, con su nuevo sentido de comunidad». Agregó: «Puede ver que los guerreros de Urayoán están vivos».

Cuando se observa la plaza Colón, con todas sus bicocas de españolería, sus farolas y sus dieciseis estatuas de bronce, «abres el culo y las peas». Y ellos fueron peándose todo el camino y yo, por segunda vez, acepté un porrito de mariguana para que no se hiciera aburrido el viaje.

Supe que no íbamos hacia el Cerro Las Mesas. Ví un rótulo de Playa Grande, Sabanetas, pasados unos cañaverales por el sector Machuca. Identifiqué un mogote que decía Carretera #2 y luego otro que decía: Río Grande de Añasco y desvío al Caño la Boquilla, y ví alrededor del área, a la distancia cinco montículos o concheros, alrededor del cual peregrinaba una gente a pie. Estábamos cerca de donde sería la Fiesta del Kool-Aid.

Fue un largo día. Cuando regresamos del evento, donde más de un centenar se había reunido, parecía noche, pero no lo era. Sólo que no había alumbrado suficiente en esos predios; por eso, fingí que tomé una dosis de Kool-Aid. Nadie se dio cuenta de si alucinaba, o deja de hacerlo, por no haberme arriesgado. La gente bailaba, monos con perros, perros con monos. Ví mucha gente desnuda y haciendo el amor, no importaba con quién o quiénes. Creo que yo estuve en la isla encantada porque nadie me vio. Ni se atrevió a tocarme.

«¿Disfrutaste la Experiencia de los Perros Rojos?», me preguntó Bayamón, quien tenía en sus brazos dormido, como un bebé, a su primo el Indio. Me dieron el privilegio de manejar de vuelta al hospedaje.

«Sí, mucho», contesté. Pero iba pensando que la isla encantada, realmente no existe.

13-04-1985 / Microrrelatos

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