Por Luis Rafael Sánchez / Escritor puertorriqueño
Increpar a Dios es más antiguo que rascarse. Al momento de la crucifixión Jesucristo le pide cuentas por vía de las palabras que recoge el apóstol Mateo:- «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonaste?» Moisés, líder de los israelitas, le pregunta, en tono de queja airada: «¿Por qué tratas mal a tu servidor, por qué no hallo gracia a tus ojos?». Y ni hablar de Job, quien dialoga con el mismísimo Dios sobre sus sufrimientos:- «¿Por qué no morí al salir del seno, cuando salí del vientre no expiré?»
La desigual relación del hombre con Dios precipita un infinito memorial de agravios. ¿Será porque la sublime emoción de la fe se confunde, peligrosamente, con la dependencia tóxica a lo sobrenatural? Pienso en ello mientras releo el comentario de un sobreviviente al nuevo calvario haitiano. Lo recoge la periodista Mabel Figueroa: «Se supone que vivamos amando a Dios, pero, ¿dónde está Dios? Él no está aquí».
Sin la ironía capciosa que activa el fiel creyente Jean Pierre Loubrous, legitimada por el dolor sin tregua que prospera a su alrededor, un descreído irremediable como yo ha sabido preguntar algo parecido, en ocasión de viajar a Haití.
Corrían los tiempos de calvario dictatorial. Desgobernaba el canalla Francois Duvalier. Durante seis días no hallé dónde poner los ojos que no fuera recuerdo de la miseria. Regresé a Puerto Rico con lo puesto, me avergonzaba el equipaje. Regalé cuanto tenía a algunos haitianos que merodeaban por la acera frente al hotel donde me alojaba.
Posibilitar la chiripa era su ocupación -guiar al turista al Mercado de Hierro, a la habitación de un artesano, a una ceremonia nocturna de vudú. Fingían esperar a amigas o amigos porque, a corta distancia, quedaba el palacio presidencial y se perseguía a los holgazanes. Desde luego, el palacio presidencial no era el lugar donde vivía y trabajaba el ciudadano presidente, sí donde se gestionaba el saqueamiento económico, intelectual y espiritual del país: garantizaban el saqueamiento las bandas de asesinos compuestas por los tonton-macoutes.
Las dictaduras se heredan: durante mi segundo viaje a Haití gobernaba Jean Claude Duvalier, canalla como quien lo engendró, pero rigurosamente imbécil. Acababa de celebrar su boda, de una fastuosidad que repugnaba. La boda mereció la portada de la revista Hola: desde luego por fastuosa, no por repugnante. Otra vez regresé a Puerto Rico con lo puesto. La visión del callejeo incesante de tantas vidas condenadas al desempleo y la improductividad fue la sorpresa imborrable de aquel viaje. Sin embargo, creí percibir señales primigenias de hartazgo del desgobierno de Bola de Grasa. Cayó sí, pero se llevó consigo la bicoca de cien millones de dólares.
Las democracias copian los vicios de las dictaduras: durante mi tercer viaje a Haití ocupaba la presidencia Jean-Bertrand Aristide. El realce de la imagen mesiánica de quien hasta decente parecía creó unas expectativas exageradas de alivio social. A meses escasos de juramentar se desataron la expoliación y la corruptela. Pronto el paupérrimo pueblo haitiano se volvió pauperrísimo. Pronto se reinstaló la puntual mudanza de dineros públicos a cuentas privadas. Pronto se hizo cristalino que el calvario alegoriza la historia general de Haití.
¿O no es un calvario el secuestro de pueblos africanos enteros, más su traslado a un mundo distante, más su reducción a fuerza laboral esclava? ¿Y no es otro el alzamiento contra la invasión napoleónica, más la forja de la primera república de negros libertos y primera independencia latinoamericana? ¿Y no tiene sustancia de calvario el enfrentamiento a la invasión norteamericana, las hambrunas, los huracanes furiosos, los terremotos de intensidad sobrecogedora, los daños que ocasiona una naturaleza hostil?
Rodeado de muertos sin sepultura, rodeado de sobrevivientes sin amparo, el ciudadano haitiano Jean Pierre Loubrous pregunta dónde está Dios. Sospecho que pregunta por creer en él a pie juntillas. Pues sólo echamos de menos lo que amamos a profundidad: gente, animales, paisajes, cosas como caricias. Incluso dioses ausentes y olvidadizos.
Jacques Roumain
Africa he guardado tu recuerdo Africa
estás en mí
como la astilla en la herida
como un fetiche tutelar en medio de la aldea
Haz de mí la piedra de tu honda
de mi boca los labios de tu llaga
de mis rodillas las columnas rotas
de tu humillación
Sin embargo
no quiero ser más que de vuestra raza
obreros campesinos de todos los países...
obrero blanco de Detroit peón negro de Alabama
pueblo innumerable de las galeras capitalistas
el destino nos yergue hombro con hombro
y renegando del antiguo maleficio
de los tabúes de la sangre
pisamos los escombros de nuestras soledades
Si el torrente es frontera
arrancaremos al declive su cabellera irrestañable
Si la sierra es frontera
romperemos la mandíbula de los volcanes
que refuerzan las Cordilleras
y la llanura será la explanada de la aurora
donde reunir nuestras fuerzas descuartizadas
por la astucia de nuestros amos
Como la contradicción de los rasgos
se resuelve en la armonía del rostro
proclamamos la unidad del sufrimiento
y de la rebelión
de todos los pueblos en toda la superficie de la
tierra
y mezclamos el cemento de los tiempos
fraternales
en el polvo de los ídolos.
De Bois d'ébéne (1944; edición póstuma)
Versión en español: José M. Valverde
Jacques Roumain nació en Port-au-Prince en 1907. Fue asesinado en plena lucha política en 1944. Sus obras consideradas maestras, como Bois d'ébéne y Gouverneurs de la rosée, se editaron poco después de su muerte y revelan instancias sensibles de la historia y la cultura hatianas.
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