Conocí a algunos presidentes de la Argentina, pero Néstor fue el único al que no podías no tutearlo. Este hombre de rostro pícaro, que ceceaba, usaba mocasines y andaba desaliñado, fue uno de los pocos que comprendió en su esencia el tema de la memoria como recuperación de una arista tan vituperada en la identidad argentina.
Para los que venimos caminando en este asunto de los derechos humanos, cómo nos irritaba que nos crean ilusos cuando los supuestos esclarecidos, desprovistos de argumentación fáctica, parapetándose en sus corazas y sólo promoviéndose en la antipatía que les causaba la corbata desajustada, ya no sabían qué alegar y nos corrían señalándonos que el Gobierno nos estaba usando. Y por fin alguien se acordó de usarnos, debía ser la simple y punzante respuesta, ya que ser consciente del uso era la mejor credencial para asumir el lugar que exigía la compleja multidimensional de un proyecto de Estado, que anhelaba penetrar en la profundidad del dolor de una sociedad que no resolvería sus problemas si no se proponía acompañarnos a viento y marea en la búsqueda de verdad y justicia. Sabiendo que los paradigmas de la memoria deben aplicarse tanto a lo lejano como a lo cercano, en esto no hago referencia sólo al repaso del ‘76, sino también al casi imperceptible hilo conductor que nos hizo estrellar con la realidad del 2001. El fallecimiento súbito del presidente al que accedí a tutear, permitió catalizar testimonialmente en la inagotable pantalla de televisión de estos días aquello que nuestra conciencia cortoplacista nos hacía olvidar: el recuerdo a flor de piel de lo destrozados que estábamos en el 2001. El rigor de las certezas nos exige, ante la ecuación de la muerte, mirar al pasado inmediato y recordar dónde estábamos, y dónde nos encontramos hoy. Y a mí que no me la cuenten, ya que el inicio del siglo me sorprendió dirigiendo el comedor popular de mi congregación en el que no dábamos abasto. Ahora, en el presente, puedo comprobar la merma en la demanda. –Los pobres están mejor –me dice mi amigo Eduardo de la Serna. Al padre no lo acompaño en su teología, pero en esto al cura le creo. No hay mejor termómetro que su experiencia en la villa. Salir del hambre cotidiano, ver que los pibes desayunen leche todas las mañanas y que vayan a la escuela, redignifica la identidad que se entrama en la trilogía de memoria, verdad y justicia, la cual indefectiblemente otorga esperanza al futuro y despierta una nueva dimensión en la joven generación, a la que no le empieza a pasar la política por el costado, sino que le instala la vocación militante perdida, que se amalgama con el compromiso del trabajo, el estudio y el esfuerzo. Eso es lo que se respiró en la plaza. Eso es lo que se multiplicó por cientos de miles.
Soy rabino, no profeta, pero en el proyecto fundante que va por más, avizoro un porvenir diferente y más auspicioso del que nos tocó vivir.
* Rabino.
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