La honra. Ver cómo siempre triunfa la verdad en la historia. Se podrá mentir, se podrá ocultar, se podrá disfrazar de héroes a los misioneros de la muerte, pero llega el tiempo que queda todo al desnudo y ahí está, el triunfo de la Etica sobre los intereses económicos, sobre el uso omnímodo del poder. La vida sobre la muerte. Y es lo que acaba de ocurrir en El Calafate, ese paraíso sureño. Allí, ante la tumba masiva de los peones fusilados por el Ejército Argentino en diciembre de 1921, se hizo un acto donde primó el calor popular y la sabiduría de la Historia. Un acto inolvidable. Del silencio de décadas, a ese concurrir del pueblo a recordar un hecho que nos tiene que avergonzar a todos los argentinos. Con el agravante de que ocurrió no bajo una dictadura militar sino durante el gobierno del presidente radical Hipólito Yrigoyen.
En el acto participaron historiadores locales, cantores populares, el cura del lugar, el intendente de El Calafate, maestros, estudiantes, representantes de los pobladores originarios y pueblo, auténtico pueblo. Hubo emoción cuando los oradores recordamos la crueldad con que actuó el 10 de Caballería contra las peonadas. Allí, enfrente del cenotafio, se extiende la estancia La Anita, de Federico Braun, donde se hallan las tumbas masivas. Al finalizar el acto se hizo un asado para el público y todos estuvimos conversando sobre la injusticia cometida hace noventa años. Con niños, con estudiantes, con docentes, con trabajadores rurales, con vecinos de El Calafate, de Río Gallegos, hasta llegó un grupo juvenil de investigación histórica de Puerto Deseado que ha iniciado un estudio profundo del pasado de ese lugar y las repercusiones de las huelgas del campo de 1921-22 en esa zona. Ahí se dieron a conocer los planes de la Comisión por la Memoria de El Calafate, y se piensa solicitar al estanciero Federico Braun que se permita que el monumento recordativo se sitúe directamente donde se hallan las tumbas masivas de los peones fusilados. Y hay más planes, cargados de imaginación reivindicativa.
Lo que se prohibió o se silenció durante tantas décadas ahora está allí, permanente, el recuerdo. Es un principio de llevar a cabo la historia justiciera, la verdad de los hechos, y resaltar el nombre de los culpables, de aquel congreso nacional cuya mayoría radical se calló la boca y no permitió ninguna investigación y de un ejército que pasó a ser de liberador de pueblos con el pensamiento de Mayo a fusilador de obreros y más tarde a desaparecedor de personas y autores del robo de niños.
Un paso adelante. Por eso, nos parece bien el recuerdo de la Vuelta de Obligado, pero también deberíase recordar oficialmente, en el orden nacional, esta fecha de diciembre. No para corrernos a las playas o a “descansar”, sino para preguntarnos “qué nos pasó a los argentinos” para, después de ese pensamiento de Mayo, llegar ciento diez años después a los despiadados fusilamientos de peones rurales que salieron a pedir un poco de dignidad frente a las explotación de los latifundistas.
Pero en nuestro país siguen ocurriendo sucesos que nos demuestran que hay personas a las que no les importan estas enseñanzas de la historia. Por ejemplo, nos avergüenza lo ocurrido en Villa Soldati, en Formosa, y en tantos otros lugares donde se reprimió salvajemente al pueblo sin tener en cuenta que a los problemas hay que resolverlos de raíz. Por ejemplo, mientras no haya techos dignos para las familias, siempre habrá problemas; mientras no haya trabajo para los desocupados, siempre habrá violencia. Y al fin y al cabo, los hechos nos están diciendo que sólo cuando hay violencia de abajo para llamar la atención a los dueños del poder, entonces sí, empiezan las conversaciones para solucionar esos problemas que hasta ese momento habían sido negados. No se soluciona diciendo que los bolivianos tienen la culpa. Basta ver cómo estaba el llamado Parque Indoamericano. Qué parque si no es más que un enorme terreno baldío con basura y pozos. ¿Qué hicieron hasta ahora las llamadas autoridades de la Ciudad de Buenos Aires? En el barrio de Belgrano, donde vivo, recuerdo lo que era la placita Alberti, una manzana entre las calles que antes se llamaban Guanacache y Nahuel Huapi. Cuando yo era pibe estaba todo lleno de flores, verdes plantas y un césped maravilloso. Era un lujo sentarse en esos bancos de plaza, correr por los senderos y mirar todo esos colores. Ahora, la plaza es pura tierra y polvo, ya no hay más césped ni plantas. No se gasta un céntimo en cuidar ese pulmón verde en medio del barrio. Para qué –se pregunta uno– están las llamadas autoridades de la ciudad sino para observar estos bienes comunes entre los que están los más sagrado de una democracia: el derecho a una vivienda digna principalmente de las familias con hijos, esos hijos que son el futuro y no deben jamás crecer en un clima de violencias. Ese es el deber primordial de la democracia. Esperemos que aprendan, luego de los hechos sangrientos que nos han conmovido a todos y de los cuales la Justicia tiene que juzgar a quiénes han sido los culpables de crear ese estado de cosas y los responsables de cuidar los sagrados derechos de todos los ciudadanos, sean ricos o pobres, bolivianos o paraguayos. Recordemos a nuestros Libertadores, señoras y señores autoridades, que marcharon a liberar a los pueblos americanos sin encerrarse en el egoísta racismo de los pequeños, los que creen en fronteras.
Y mencionamos a la Justicia. Acaba de ocurrir un hecho que nos llenó de alegría y orgullo. La actitud del juez Raúl Zaffaroni, miembro de la Corte Suprema de la Nación, ante el preso político Roberto Martino, quien se hallaba en huelga de hambre en protesta por la más que injusta prisión por su protesta frente a la embajada de Israel. El juez Zaffaroni no miró despectivamente desde el trono jurídico al prisionero. Sino que fue a visitarlo a su celda carcelaria. Y le aseguró que cuando su causa llegue a la Corte Suprema hará todo lo que esté a su alcance para respetar los principios constitucionales que nos rigen. ¿Quién ha sido capaz de hacer esto en nuestro país? No, todos se refugian en la “importancia” de su cargo, o en los principios burocráticos de las cadenas de instituciones jurídicas para de-
sentenderse del problema eminentemente humano de la causa “Martino” por la cual están luchando desde largo tiempo las organizaciones de derechos humanos. Hasta ahora, nuestra Justicia se comportó igual que la justicia de Estados Unidos con la prisión de los cinco cubanos, un hecho de una crueldad pocas veces vista en la historia de la justicia mundial. Y el juez Zaffaroni “bajó” hasta la humilde celda del preso político para darle la seguridad de que cuando a él le toque actuar hará sonar la voz de la honestidad, que debe ser el principio de esa palabra con mayúscula que se llama “Justicia”. Zaffaroni, un juez que nunca miró para otro lado, sino que estudió siempre a fondo cómo actuar en una sociedad que se dice democrática y justa pero que muestra síntomas graves de no haber aprendido todavía de la tortuosa historia de estos doscientos años argentinos. Vemos nuestra realidad: los políticos ladrones de la década del noventa, libres; pero un civil que hace uso de la protesta democrática en la calle, preso desde hace inmensos meses.
Este acto de este miembro de la Corte Suprema (vaya ese título de “suprema”) nos llena de optimismo. Mientras haya jueces con esa grandeza de sentimientos y ese coraje civil frente a cinismos o soluciones bizantinas que siempre favorecen al poderoso podemos tener fe en el futuro de nuestra República. Sí, lograr alguna vez poner en mayúscula ese término: República.
Y para terminar este deambular difícil, otra inmensa alegría. Que el docente Enrique Samar haya logrado triunfar en su lucha de años: que se haya cambiado el nombre de la plaza Virreyes por el del máximo libertador de la época colonial: Túpac Amaru. La dictadura de la desaparición de personas le había cambiado el nombre de Plaza Armenia por el de –nada menos– Plaza Virreyes. Un homenaje a los representantes del coloniaje con la esclavitud y la sumisión al “rey católico de España”. Samar, director de una escuela de esta capital, se jugó entero para terminar con esa ignominia. Y triunfó. Ahora la plaza recordará a quien sufrió la muerte más cruel en manos de los conquistadores europeos. Un paso más –esta vez simbólico pero pleno de fuerza– hacia la verdadera república.
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