Monday, December 7, 2009

Cubanos, Puerto Rico: Pedir perdón


Por Mayra Montero / Escritora cubanoriqueña

Aquí el exilio cubano, como comunidad, debería pedirle perdón a Mari Bras, que es un patriota. Debería pedírselo al pueblo de Puerto Rico

Ahora que se desclasifican papeles del FBI -los cuales evidencian lo que todo el mundo más o menos sabía, y es que a mediados de los años setenta aquí se cocinaban asesinatos como cocinar sorullos-, valdría la pena mirar un poco atrás y reflexionar en lo que provocó que de pronto empezara a cundir el terror; que la gente lo aceptara en silencio, y que se llegara a matar a sangre fría por motivos políticos. Porque aquí se mató, no una, sino varias veces, y los planes eran seguir matando, como hemos visto en el caso de Juan Mari Bras.

¿Qué permitió que un grupo de enloquecidos cubanos, que no eran opositores serios, ni era gente sensata con perspectiva histórica o formación de nada, sino histéricos inescrupulosos, se afincaran en Puerto Rico, amenazaran de muerte a todo el que le venía en gana, y se reunieran en un céntrico restaurante para decidir a quién iban a lanzarle amenazas telefónicas, reventarle las gomas del carro, o si se ponía a tiro, reventarle la cabeza?

Hoy en día, sería impensable que, desde un periodiquillo soez, como lo hubo en aquel entonces, un semanario que se llamaba La Crónica, se amenazara abiertamente a las personas; se publicaran sus nombres, y se les advirtiera, sin disimulo, que se llevarían su merecido. ¿Por qué no intervino nunca Justicia ni la Policía? Pues porque eran parte del complot. Policías corruptos ha habido siempre, en todos los cuerpos policíacos y en todas partes del mundo. Los corruptos de hoy, que ganan dinero protegiendo a los bichotes y a los puntos de droga, eran los corruptos de entonces, que como no había tantos puntos ni bichotes, recibían dinero de aquellos trogloditas para hacerse de la vista larga, asediar y colaborar en la defenestración de periodistas, artistas, intelectuales, o gente común que favorecía la independencia.

Hoy, mirando hacia atrás sin ira, o con la ira ya resuelta y puesta en su lugar histórico, hay que admitir que, si culpable fue la Policía, los que la dirigían en aquella época, que luego supimos que eran gángsters; si culpables fueron algunos legisladores que protegieron a esos sujetos, hoy desprestigiados, relegados a la sombra, o presos; si culpable desde luego fue el FBI y el sistema de inteligencia que alimentaba esas actividades, culpables también lo fueron, en otra medida, la prensa de entonces y el exilio decente, que eran miles. Todos los que guardaron silencio.

No cabe duda de que en Puerto Rico había una mayoría de cubanos que miraban con recelo, horror y asco lo que se escribía en La Crónica, o las barbaridades que esa gente prometía, desde la mesa donde comían lechón, y les chorreaba manteca por la comisura; tipos que sólo hablaban de arrastrar, despedazar, volarle la cabeza a éste o aquél. Ni se ocultaron, ni disimularon. Gozaban de total impunidad. La que les daba la Policía, por supuesto. Pero la que les dieron los demás. Cuando llamaban a un periódico puertorriqueño como El Mundo (en el caso que me consta), para amenazar de muerte o sugerirle a un periodista que bajara al parking, pues su carro estaba quemándose, esas tretas de guerra sicológica, ¿qué hicieron los periódicos, qué publicaban de eso?

Se llegó al extremo de que era posible que a la redacción de El Mundo, en un momento dado, entraran los mismos individuos que habían llamado para amenazar, con la excusa de llevar un comunicado o cualquier papel, pavoneándose ante los periodistas que habían amenazado unos días antes.

Eran, siempre fueron, individuos jactanciosos; vulgares matones que podían estar hoy de un lado y mañana de otro, pero su esencia siempre iba a ser ésa: la intolerancia, la violencia, la intimidación. Y hay un detalle crucial: si es malo ser eso en el país de uno, mucho más malo es serlo en un país ajeno, que los acoge como refugiados.

La prensa calló. El exilio decente miró para otro lado, en gran parte porque también les tenían miedo. Y durante esa curva de mediados de los setenta, del 73 más o menos hasta los asesinatos del Cerro Maravilla y un poco más allá, esto fue un Chile chiquito (de Pinochet), o una Argentina chiquita (de la Junta Militar). Y esas realidades hay que rescatarlas y documentarlas.

Al igual que la Iglesia católica, después de un cierto número de años, ha pedido perdón, como institución, por sus errores y complicidades, aquí el exilio cubano, como comunidad, debería pedirle perdón a Mari Bras, que es un patriota. Debería pedírselo al pueblo de Puerto Rico. No fueron todos, ni hoy son los mismos, pero los cubanos tienen esa mancha encima. Se empieza por reconocerlo.

Un poema, precisamente del cubano Nicolás Guillén, lo resume en forma magistral: «En fin, que todo lo recuerdo, y como todo lo recuerdo, ¿qué carajo me pide usted que haga? Pero además, pregúnteles, estoy seguro de que también recuerdan ellos».
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