Por Javier Auyero * y Flavia Belomi **
“Hijita mía, Estrellita, perdón por todo lo que está pasando. Te prometo que nunca más va a pasar. Cuando yo salga de acá, vamos a estar juntas para siempre y nunca más vas a tener que pasar por esto. Vos sabés que yo te amo y tu papá también. Cuando esté con ustedes no vamos a sufrir más. En dos o tres meses vuelvo para que me visites. No estés triste. Portate bien, hacele caso a la abuela y hacé las cosas de la escuela.”
Estrella llegó tarde a la escuela hoy. Nunca la vimos tan contenta. “Fui a ver a mi mamá”, cuenta, emocionada. Y nos muestra la carta que su mamá, Susana, le escribió. Susana está cumpliendo una sentencia de cinco años de prisión por tráfico de drogas en una cárcel ubicada a una hora y media de donde ahora vive Estrella con su abuela. Su padre y su abuelo también están presos por tráfico. “Le llevé azúcar, cigarrillos, yerba y milanesas. Mi abuela me llevó a verla”, nos cuenta Estrella. Susana fue trasladada a una cárcel cercana para que su familia (su madre y sus cuatro hijos) puedan visitarla durante cinco días. Han pasado tres años desde que Estrella la vio por última vez. “Ella está bien –nos cuenta–. Ella dice que está bien y yo veo que está más gorda.” Mientras cuenta esto, ella acaricia y nos muestra su nuevo anillo y su nueva pulsera: “Mi mamá los hizo para mí. Los hizo en la cárcel y hoy me los regaló”. También recibió un collar con una medalla que dice “Susana” en un lado y “Te amo” en el otro.
Uno de nosotros conoció a Susana antes de que fuera arrestada. Solía vivir en una casa muy precaria de chapa y piso de tierra. Cuando Susana tuvo a su hija menor por cesárea, en la escuela local organizaron una colecta para ayudarla y también asistieron para que obtuviera un subsidio para su familia. Su casa no tenía una cocina y ella no podía ni siquiera calentar la leche para sus hijos. Dada su extrema pobreza, es difícil imaginar que era algo más que una pequeña y recién iniciada transa.
Estrella llega tarde todos los días de la semana. Es entendible, su tiempo con su madre es mucho más importante que la escuela. “Hoy le llevé fiambre y cigarrillos... Comimos sanguchitos juntas, sentadas en unas mesitas que ellas tienen en la cárcel. Me hicieron sacar mi anillo, mi pulsera y mi collar para entrar. Hay unas policías que nos revisan todo. Me hicieron sacar la ropa.” Estrella nos cuenta que su hermano no quiso ir a la cárcel con ella hoy; él ha estado llorando todo el día: “El quiere mucho a mi mamá; no quiere que se la lleven lejos”.
Estrella no es un caso aislado. Una tercera parte de los alumnos de las escuelas primarias del primer cordón del conurbano bonaerense, en donde realizamos nuestra investigación, tiene a algún familiar cercano en la cárcel.
Según datos proporcionados por el CELS, en Buenos Aires, la tasa de encarcelamiento creció de 71 por cada 100 mil habitantes en 1990 a 198 cada 100 mil en el 2010. Casi el 70 por ciento de las treinta mil personas que sufren las infrahumanas condiciones que dominan las cárceles bonaerenses no tiene sentencia judicial; 30 por ciento de ellos serán declarados inocentes cuando sus casos concluyan, de acuerdo con los datos del propio Gobierno. Este crecimiento fenomenal guarda poca relación con el crecimiento demográfico y/o con la intensificación del crimen –entre 1990 y el 2007, las tasas de crimen subieron 64 por ciento, mientras que las de encarcelamiento se incrementaron en un 200 por ciento (1994-2009)–. El 78 por ciento de la población carcelaria en la provincia de Buenos Aires tiene entre 18 y 44 años (96 por ciento son hombres) y provienen de los sectores más desposeídos: el 7 por ciento nunca asistió a una institución educativa, el 23 no terminó la escuela primaria el 53 sólo terminó la escuela primaria, y el 13 dejó la secundaría. En el momento de su arresto, más de la mitad no tenía empleo.
Estas cifras poco nos dicen sobre algo a lo que apunta la historia de Estrella: los efectos concretos de la creciente prisionización o, más específicamente, las formas en que la cárcel socializa no sólo a quienes están allí alojados sino a sus familiares, parejas, hijos e hijas. Poco sabemos sobre las modalidades en que el sistema penitenciario, hoy una presencia constante en los barrios de relegación que se han multiplicado en la provincia en las últimas dos décadas, afecta la vida cotidiana de los pobres. El 85 por ciento de las mujeres encarceladas en el ámbito federal tienen hijos (tres, en promedio, de acuerdo con un reciente estudio del CELS). Con sus padres y/o madres tras las rejas, miles de niñas y niños de los sectores más desposeídos de la sociedad argentina son forzados a asumir roles adultos (alimentar a sus padres, contener afectivamente a hermanos menores, etc.) cuando apenas asoman a la adolescencia. Las discusiones públicas sobre “seguridad” y encarcelamiento, y más concretamente sobre el diseño de políticas de “inclusión social”, no deberían pasar por alto a esta población que por estar creciendo a la sombra de la prisión ha sido invisibilizada en la agenda política.
* Profesor de sociología en la Universidad de Austin, Texas.
** Maestra en dos escuelas primarias del Gran Buenos Aires.
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