Tuesday, August 19, 2008

El poeta vendido





Jaime Sabines: poeta mexicano

Por CARLOS LOPEZ DZUR

A partir de su primer libro Horal (1950), Jaime Sabines se convirtió en uno de los poetas «más singulares, más anarquistas, más rebeldes, más considerables de nuestro tiempo mexicano... La crítica ha elogiado su pericia, buen oído y ritmo, impresionada también por sus temas que, se ha dicho, recuerdan los de los bardos populares que, en la cantina y semialucinados por el alcohol, recuerdan sus amores, las muertes familiares y gritan, lloran y echan bronca». [1]

En un texto poético de Tarumba, sin título, hay una queja formalizada. Es la irónica vuelta de hoja de su autor que, a la postre, expone el rechazo a la coacción. Su autor es Jaime Sabines, poeta mexicano (1926-1997).

Analizaré tal primer texto como lo que es: el reflejo contradictorio, la denuncia y producto de una base que ejerce el poder material determinante en la sociedad, y como ésta le obsede al individuo que relata, o versa. Desde la misma perspectiva, lo haré con otro texto que hallamos en Yuría (1967), también sin título, que comienza con la frase: «Cantemos al dinero»

En primera instancia, el primer texto mencionado indicia los elementos perennes de una ética universal, cuyo valor es importante como visión clara y limpia de la superestructura ideológica de la sociedad. Sin tener que ignorar la verdad de que la superestructura espiritual-social es lo que es visible en su base, la estructura económica de la sociedad y las relaciones materiales, de clase y de producción que en ésta hay, Sabines hilvana con todo el poder de su ironía una mención acerca de la problemática del compromiso, las contradicciones habidas entre elegir en libertad y adscribirse inauténtica y mecánicamente a las opiniones, a las corrientes o las tendencias que navegan en la superestructura, o el pensamiento de la época.

El texto es el siguiente:

Le vendí al diablo,
le vendí a la costumbre,
le vendí al amor consuetudinario,
mi riñón, mi corazón, mis hígados.
Se los vendí por una pomada para los callos,
y por el gusto,
y por sentirme bien.
Nadie, desde hoy, podrá decirme
poeta vendido.
Nadie podrá escarbar y jalarme de los huesos.
Estoy con la república de China Popular.
Le curo las almorranas a Neruda,
escupo a Franco.
(Nadie podrá decir que no estoy en mi tiempo.)
Detrás del mostrador soy el héroe del día.
Yo soy la resistencia, Oídme.
Soporto el hundimiento.
Desde el balcón nocturno miro al sol.
Desde la empalizada submarina. [2]

En cuatro ocasiones, Sabines utiliza el verbo vender, en adición, la frase detrás del mostrador. Son la alusión a las relaciones económicas y comerciales de la base social. En la sociedad en que vivimos, toda posición y espacio humano trasunta al mostrador, a la base de expendio. Ante / o detrás del mostrador estamos como el que vende o como el que compra.

El hablante de Sabines vende algo. En su caso, una admisión a las ideas o el elucidario de su poesía. Más que una venta, o algo comprado, se trata de una disposición al compartir y participar en lo vendido, o lo comprable. Un trámite para estar «en su tiempo», «en la onda».

Pienso que el elemento de queja en el texto es directamente autobiográfico. Que, en algún momento, el poeta Sabines se sintió interrogado por muchos de sus colegas, amigos o enemigos de creación o de gustos antitéticos por la lectura y que, entre ellos, habría alguno que lo importunaría, encareciéndole el endoso para alguna causa. O la preferencia por alguna escuela o corriente de poesía. ¿Con qué te solidarizas? ... sería la pregunta.

Sea lo que fuere, este poema de su colección Tarumba relata una historia: cierto poeta es acusado de venderse a las ideologías de turno. ¡Y lo hace, primero con cierto alivio; luego con peliaguda amargura! El poeta, parándose en firme, se acomoda. Anuncia que ha tomado partido; que se atiene a las consecuencias.

Es decir, soporta el hundimiento. El riesgo de ser héroe aunque sea por un día o por breve tiempo. Y sabemos que la posición no es fácil:

No acostumbro meterme con la poesía política
ni trato de arreglar el mundo.
Más bien soy un burgués acomodado a todo,
a la vida, a la muerte y a la desesperanza.
No tengo hábitos sanos
ni he aprendido a reir ni a conversar con nadie.

(en Yuría, 1967)

Para el que escribe y poetiza, soportar que se le refiera como escritor o poeta vendido, reaccionario o corrupto, no es experiencia agradable. No en balde, al solucionar por el momento el influjo del apremio con que se le emplaza, tras venderse en favor de los progresistas, se manifiesta cierto alivio que Sabines comparó con adquirir y aplicarse una pomada para los callos.

En este mundo público, donde la naturaleza de lo circunmundano es direccionada por materiales y productos, todo da señal y clama por atención. Toda señal es una remisión y toda remisión es una relación. De modo que al percibir el Um-zu, el «para» y el para qué («Wozu») del plexo de útiles a la mano, así como al reaccionar ante los «tratos / cuidados» («Besorgen») con los entes, con la realidad material y lo comprensible de su base, se abre camino a una determinación formal con la fuente ontológica de cada remisión y el acomodarse («bewenden lassen»). Esto es fáctico con respecto a cualquier clase de conexiones, «de cualquier contenido material y modo de ser». [3]

Lo que hizo este poeta, el hablante de Sabines, también se hizo por el gusto y por sentirse bien. Hay en la admisión de venderse una ironía muy grande. Un ir contra sí mismo que esconde su carcajada de no ir, en rigor.

Ningún pensador serio debe jugar desde el apremio. Martin Heidegger define el apremio como aquello que desfigura lo patente, volcándolo en apariencia («Erscheinung»); el Dasein articulándose de un modo que pierde la calma ante el destino de la luminosidad y ante el proceso que transpropia Ser al hombre. Ningún proyecto (ni el más supremo) crea al Ser; aunque el Ser se ilumina en el hombre. El ser no es un producto del hombre; pero el ser-ahí del hombre es cura y pastorea al ser.

Utilizo los conceptos sobre la angustia de Heidegger para abordar los textos de Sabines porque en él no se revela una poesía feliz, sino una que es individualizadora, enérgica, que impregna a quien lee con su irónico repudio al torbellino, de la existencia y sus oscurecimientos espirituales.

La verdad y la totalidad no se muestran en el mero aviso, ni con meros indicios, síntomas y representaciones, originados en la vaga comprensiblidad de la medianía. Con la metáfora del «mediodía en la calle», contenida en el sexto poema de su Autonecrología (111) del libro Yuría (1967), [4] Sabines describe la cotidianidad del hallarse de todos los días en la ciudad. El mediodía, con todos sus avisos e imágenes, es el momento más intenso del tráfico citadino. Es símbolo de la prisa del vivir cotidiano; pero, paradójicamente, el momento más impersonal, donde la dispersión lleva a la sofocación y al ahogo de modo que:

las gentes se envenenan lentamente
por el trabajo, el aire, los motores.

Este momento del mediodía en la calle, no es el mejor «residuo de los días» cuando la reconstrucción espiritual (lo sentimental como más profunda experiencia que el conocimiento) es posible. El trabajo aliena. El aire es impuro y no sólo en el sentido respiratorio. Los motores ensordecen, no sólo en cuanto son cosas ruidosas; el motor es símbolo de la mecanicidad que automatiza el comportamiento y lo diseña como ímpetu de lo repetitivamente «desalmante».

En el cuarto texto de la Autonecrología, sí hay de parte de Sabines una admisión, apertura y descubrimiento, de que la esperanza como iluminar develador del ser-con y para-con-otros es posible. La vía que lo permite es individualizadora como la angustia misma:

La soledad es rica en amapolas
y el silencio despierta los sueños.

En su obra se transluce a Sabines como quien busca ese tipo de soledad. De hecho, no una soledad patológica que sea producto de incitaciones maníaco-depresivas, pues, él dice en otro de sus momentos que, en sus relaciones de clase y aproximación a la estructura social, es flexible:

Soy un poco de todo
y pienso que si fuera en un buque pirata
sería lo mismo el capitán que el cocinero.

(de I. Cuba 1965, en Yuría, 1967)

Sencillamente, aquí se trata de una soledad que se explica por su rechazo a los tres existenciales distintivos del decaer: la habladuría, la novelería y el equívoco. Heidegger define estos existenciales como la pérdida en la publicidad de Don Nadie, en el ruido público o el mediodía de la calle.

Para el hombre de la calle, el dinero es la fuente que inspira los equívocos más ordinarios; codicia unas veces, necesidad en otras, por las que se es capaz de atropellar a todos los ángeles y de corromper la idea y práctica de recreo, virtud y paz. A la calle se va, en trajín, a ganarse el pan, sea por medios honestos o no. A menudo se nos informa o lo comprendemos en la calle, «al ir de un lado a otro / y hacer las cosas / mecánicamente / automáticamente» acerca de que lo que somos, y que se reduce, por equívoco y decaer, a ser-en:

... una pieza
de una maquinaria enorme que alguien mueve.

Entonces, dice Sabines en Poemas sueltos, lo que importa no es decir «me voy a quedar callado, sino quedarse callado / sin decir nada». El problema es que, en la calle, gritamos más que de costumbre; el hombre se asoma al habla novelera para desafiar el miedo a su propio callar. En la calle, se materializan aún los equívocos que no se formaron ahí, sino en otras extensiones del ser, aún privadas y recónditas.

Puede que dentro de su casa, con su mujer e hijos, un fulano sea mandilonero, callado y apagado; pero, puertas a fuera, en la calle adquiere las agallas que a él faltaron bajo techo. Agallas que representan un falso vigor de gritón. Los fanfarrones e impertinentes se conocen en público, tanto como el hazteallá que a todo, en cada caso ajeno, pone sus reparos hasta dejar asentada su esencia de aguafiestas. Su desabrida impronta, imbecilidad.

La calle alberga al ladrón, al atontado por la ebriedad, al parásito y al que delira lujuriosamente al fisgonear los pechos de las jovencitas al vuelo, avizorando haldeares que insinúan la curva belleza de cuerpos y la delicia erotizante que no será suya, pese a tanta impudicia por las niñas.

Sea al mediodía o en horas de penumbra, a la calle saldrá quien no puede vivir a solas entre cuatro paredes y quien quiere convocar al mayor número y darse una relación impersonal y burocratizada con la masa. Se entra con tal talante a la taberna, a la oscuridad de una sala de cine, a las ferias de mercado, o las grandes congregaciones, donde se cuenta uno como aguja perdida en un pajar.

Este es el sujeto del tumulto, hombre-masa, y uno que se niega a olvidarse de esa libertad, puramente retórica que Sabines, describe como «el aceite con que nos lubrican, / la palmada que nos da la vida» para que nos sintamos
«importantes».

La búsqueda de sustento es una búsqueda de dinero y, por tanto, una actividad sujeta a equívoco, habladuría y novelería, cuando las oportunidades de adquirir el noble pan, la seguridad de albergue y la protección de un espacio íntimo y propio, se reducen o se vedan. El darse una alternativa puede ser desesperante: la mezquina mordida y la desvergüenza del delito violento. En el «mediodía de la calle», las gentes se pisan como hormigas unas a otras, avanzan echando bronca y negando todo gesto estético o de finalidad espiritual al sentimiento.

Muy pocas veces se está consciente de que en la calle se puede cobijar alguna belleza. Quizás sólo su degradación, o sus accidentes, por residual virtud de los hombre que, por razón de las flaquezas físicas o de carácter, se compensa con bondad dentro de lo ingrato de la selva de la calle y la competencia con bribones de peor prosapia. En la calle todos somos pordioseros: aún el que saldrá de compras, con la intención de adquirir lo que no necesita, porque lleva la cartera o los bolsos llenos de dinero o tarjetas de crédito. Este es el que menos acalla su consciencia, el que tiene más tiempo para aburrirse. Por lo regular, su migaja es el mezquino y cuasi-infantil mumbudget.

El peor de los pordioseros es el que maldice, tanto la limosna que recibe o a quien la dio) y que, en su amargura, execra los valores de cambio, el cochino dinero, por el que extiende las manos en señal de súplica, o necesidad. El peor de los ciudadanos es el que, aún queriendo libertad y la nueva sociedad, se discursa con joculatorias y dice que la política es sucia y la libertad, sueño irrealizable.

En la edad de «absoluta indiferencia por la verdad», también época de la liberación y «completo desenfreno, sin guía ni dirección alguna», el dinero es el evangelio. Sólo el dinero absolve de vivir inadecuadamente, de pensar y de amar del mismo modo, abriendo las puertas a lo que J. G. Fichte llamara «el estado de acabada pecaminosidad». 5 Cualquier demanda será satisfecha por una oferta. El capricho será raíz de lucro. La calidad posible será menos; con ella se castiga al que, habiendo dado primacía al peculado, no distribuye generosamente la ganancia sobre el producto.

Sabines se aparta de tal seudo-diálogo, o comunión. No quiere la libertad como migaja. No la admite como una limosna que se entrega del mismo modo que la palmadita que consuela al hombre desalojado, al pordiosero de la calle, o de los desiertos vacíos, al oprimido, tránsfuga y expulsado de todo paraíso de justicia y que grita por sus reivindicaciones, mientras se jacta de saber que tras la máscara de cada héroe y cada político iluso se esconde el futuro explotador, el más insidioso hipócrita o, peor aún, un patriota que nada hará por nadie, sino dejar su nombre en la historia. El problema del pordiosero es que ya nada puede expropiar por la fuerza, aunque el ideal que lo justifique sea la necesidad de filantropía. La represión lo pone en su lugar, miserablemente. Lo ubica en la base material donde se surgen y se ventilan los intereses antagónicos de unos y otros.

A fin de entender el texto sobre el poeta vendido de Sabines y contraponerlo al segundo, citaré los versos completos de Cantemos al dinero:

Cantemos al dinero
con el espíritu de la navidad cristiana.
No hay nada más limpio que el dinero,
ni más generoso ni más fuerte.
El dinero abre todas las puertas;
es la llave de la vida jocunda,
la vara del milagro,
el instrumento de la resurrección.
Te da lo necesario y lo innecesario,
el pan y la alegría.
Si tu mujer está enferma puedes curarla,
si es una bestia puedes pagar para que la maten.
El dinero te lava las manos
de la injusticia y el crimen,
te aparta del trabajo,
te absuelve de vivir.
Puedes ser como eres con el dinero en la bolsa,
el dinero es la libertad.
Si quieres una mujer y otra y otra, ¡cómpralas!
si quieres una isla, cómprala,
si quieres una multud, cómprala.
(¡Es el verbo más limpio de la lengua: comprar!)
Yo tengo dinero quiere decir me tengo.
Soy mío y soy tuyo
en este maravilloso mundo sin resistencias.
Dar dinero es dar amor.
¡Aleluya, creyentes,
uníos en la adoración del calumniado becerro de oro
y que las hermosas ubres de su madre nos amamanten!

Desde la Antiguedad hasta el presente del idealismo cartesiano, la realidad entera quedó separada en dos elementos: el yo y lo que no es él, no-yo. Hay una primacía ontológica del yo sobre lo que está fuera de su actividad interna, egoica. J. G. Fichte explicó lo siguiente:

«... Tan pronto como el yo es sólo para sí mismo, surge para él necesariamente un ser fuera de él. El fundamento del último reside en el primero; el último está condicionado por el primero... La primera cuestión, por consiguiente, sería ésta: ¿cómo es el yo para sí mismo? Y el primer postulado, piénsate a tí mismo, construye el concepto de tí mismo, y observa cómo lo haces... Yo soy para mí. Esto es un hecho. Ahora bien, yo sólo puedo haberme producido por medio de un actuar... Este actuar es precisamente el concepto del yo, y el concepto del yo es el concepto de este actuar, ambas cosas son enteramente la misma». [6]

Sabines se manifiesta como el hombre que acepta este precepto. Construye el concepto de sí mismo con el actuar. Por el contrario, este canto al dinero es la oración joculatoria del hombre decadente. Es la pintura del carácter del cínico, vendido a Don Nadie y del espíritu que se ha degradado hasta desempeñar el papel de instrumento. Don Nadie jamás construirá un concepto de sí mismo.

Desde la actividad del yo, la cognición de lo circunmundano solve; pero el Don Nadie se niega a solver y es el que adorar al Becerro de Oro se vuelve lo mismo. Para él, amar se redujo a instrumentación cosificada. El amor se compra y se vende porque no hay diferencias entre vivir moralmente y entregar monedas, lo mismo que las hay entre vida y producto.

En el tercer orden de las cinco épocas de la vida terrena, descritas por Fichte, el objeto idolátrico, como el dinero es, se convierte en multum in parvo. La moneda pretende decir todo, lo mucho e infinito, en su cuantía y finitud, sea poco o mucho cuanto realmente se pueda informar. El mismo dólar estadounidense es una imagen, In God we trust; pero el ladrón sigue robando y el codicioso siempre quiere más, porque Dios no provee. Si Dios es la infinitud (multum), el dinero es in parvo. Divinidad, sumo bien y piedad, quedan desfiguradas en la instrumentación de la consciencia que ya no se confía en las fuentes eternas, en la Divina Providencia, y todo se sustituye por las migajas y precariedades, la violencia y la necesidad, del apetito terreno. «Nada más limpio que el dinero», dice el hombre de la calle. G. B. Shaw y Sabines lo repiten como un eco, el más ensordecente de la residualidad de la época de los sistemas positivos de la teoría y de la vida.

En el tercer orden terreno, mundano, que Fichte describe, no es posible ir a los últimos fundamentos. Ya no hay necesariamente fe ciega y obediencia incondicional que respetar; pero sí un Becerro de Oro que los pordioseros adoran. El calumniado Mamón es el portavoz de la salvación.

Su evangelio no pide: ¡Arrepiéntete!, sino: ¡Compra!

El equivalente metafórico y filosófico del «mediodía en la calle» de Sabines es la Expulsión de la Humanidad del Paraíso, el desalojo del Ser de la luz, tal como Fichte lo narra en la Lección I: «Vagabunda, fugitiva, (la humanidad) yerra entonces por los desiertos vacíos, no atreviéndose apenas a fijar el pie en ninguna parte, de temor que el suelo se hunda bajos sus pasos. Prudente por magisterio de la necesidad, va reconstruyéndose penosamente, y arranca del suelo, con el sudor de su rostro, las espinas y los abrojos del yermo para cultivar el fruto amado del conocimiento». [7]

Sabines vive la historicidad de un yo que se autentica por la actividad y la conceptualización. Quiere edificar su propio paraíso y es prudente por el magisterio de la necesidad. Tiene la opción de rechazar la coacción de pertenecer, los avisos de apremio, y hacer lo que convenga a su actividad. Rechazar su afiliarse, si así lo quiere.

El gran asunto de los poemas es que el hablante del primero «se vendió» (se pronunció en favor de la Revolución Popular China, el antifranquismo, Cuba y la poesía política de Neruda) y del segundo que habla joculatoriamente del Becerro de Oro, el dinero, no como vil metal y cochina tentación, sino como instrumento de libertad. Esto se explica porque hay que arriesgarse a vivir, aunque nos equivoquemos; pero, al mismo tiempo, hay que ser prudente.

El segundo texto recuerda una reflexión de George Bernard Shaw que, seguramente, Sabines leyó: «The universal regard for money is the one of the hopeful fact in our civilization, the one sound spot in our social conscience. Money is the most important thing in the world. It represents health, strenght, honour, generosity, and beauty as conspicuously as the want of it represents illness, weakness, disgrace, meanness, and ugliness». [8]

De hecho, yo pienso que Sabines llevó a un extremo irónico lo que esta reflexión tiene de verdad porque, sin duda, la pobreza suele ser la raíz de todos los males para el hombre de la calle. Con sus sátiras e ironías, Shaw revolucionó el escenario de la Era Victoriana. En común con Sabines, tuvo el irlandés la habilidad de satirizar los mitos y preceptos de la religión cristina. ¿Y qué son esos aleluyas del canto al dinero del mexicano... si no sátira? Con el mismo satírico proceder, a Sabines y Shaw los une la crítica a las actitudes románticas hacia el amor, la guerra, la prostitución, la mujer, el matrimonio, las actitudes de clase y la democracia.

Estos dos inconformes, por la historicidad diferente que vivieron, son anárquicos. G. B. Shaw profesó el socialismo fabiano y sus pensamientos al respecto se contienen sus libros Fabianism and the Empire, 1900, y The Intelligent Women's Guide to Socialism and Capitalism, 1928.

El hombre que se respeta a sí mismo, guarda su yo («Dasein») para que pastorée el ser, aspira a su no mero deyectarse en las penumbras de la medianía, sino a vivir en la verdad del ser, en su facticidad y en su luz. Por ello conocerá que la identidad suya con la apofánsis del ser no es plenamente dada, manifiesta. Ni está gratuitamente visible, sino que es sólo su posibilidad esencial.

Lo original permite ver lo que nace y brota, pero en cuanto a una enunciación comunicada hay siempre la «posibilidad de corrupción» y de «comprensión vacía», que es aquella «que pierde su tierra original y se convierte en una tesis que flota en el aire». [9]

Elegir en libertad, con el riesgo de apoyar una tesis de esas que flotan en el aire, llevó al hablante de Sabines a tramitar, detrás del mostrador, que sí es capaz de escribir versos políticos, lo mismo que lanzar una opinión sobre Neruda, la República Popular China y Cuba. Ciertamente, en el vagar del novelero y en las chachalacas del «mediodía en la calle» un señalamiento hacia la base material-social es necesario. Lo que sí es claro, en conclusión, es que el Becerro de Oro no solve la consciencia ni representa la libertad. Comprender no es tener dinero, ni apoyar a los que lo tienen y veda a otros la oportunidad de tenerlo. Sabines dice estas cosas claramente. El actuar de su yo es estético, solidario, pero siempre individualizado.

Intuyo, gracias a su poesía, que ninguno como Sabines para entender y disfrutar, en vivo y en directo y no con una mera visión óntica, puramente fáctica y fisiológica, el arte caricaturesco de José Guadalupe Posada, lleno de violenta distorsión y vigorosas líneas y contrastes que impulsan hacia la apertura de la imagición y hacia la voluntad con que él mismo se opuso a la dictadura de Porfirio Díaz. ¿Por qué no habría de tener curiosidad por Neruda, Mao Tsé Tung o Castro? Al mismo tiempo, ninguno, tan abierto con ternura como Sabines, al contemplar el arte de Jozef Isräel, con sus pinturas sobre la vida de la clase trabajadora y la lucha por la vida; imágenes pictóricas del Siglo XIX, pero que pueden darse como una representación solidaria de cada siglo.

No siendo un hombre decadente le plació la solidaridad, no por complacer a quien emplaza; más bien, por la curiosidad de retomar su fe en la actividad de un yo que debe reconstruir sus modelos perdidos, lo que parecen utópicos a viento y marea.

Los dos versos finales con que Sabines describe las consecuencias del paso dado hacia este irónico venderse y hacerse héroe del día son maravillosas, eficaces:

Desde el balcón nocturno miro al sol.
Desde la empalizada submarina


Este balcón es una referencia a la Cura («Sorge») al «estar en lo que se hace», «al estar en el asunto», viviéndose en la unidad estructural del estar-en-el-mundo («In-der-Welt-Sein»). Al Dasein-hombre le corresponde, pues, la comprensión del ser del ente y del ser en mundanidad; pero ésto no significa que la realidad para la mayoría de los hombres y, en especial, para los más apremiados, sea lo que tiene primacía aún cuando pregunten por la realidad. Para ellos, con ironía socrática, dijo:

¿Qué putas puedo entre los poetas uniformados
por la academia o por el comunismo?

(Tarumba, p. 98)

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Notas bibliográficas

[1] Jaime Sabines, Poesía, nuevo recuento de poemas (Lecturas Mexicanas, SEP, Editorial Joaquín Mortiz, México, D.F., 1986), citado de la contratapa, s.f.

[2] Op. cit., p. 114. El texto pertenece a Tarumba. El segundo texto («Cantemos al dinero»), se halla en esta antología, págs. 221-222.

[3] Martin Heidegger, El ser y el tiempo (Fondo de Cultura Económica, México, 1951), p. 77.

[4] Jaime Sabines, op. cit., p. 215.

[5] F. Medicus, Introducción a las obras de Fichte, Fichte (tr. esp., 1925 y 1931), trad. J. Gaos, cit. de Lección 1.

[6] Ibid. 3-4.

[7] Ibid. Lección I.

[8] The Oxford Dictionary of Quotations (Oxford University Press, 1979, 3rd ed.), pág. 497. Citado de Major Barbara (1905) de G. Bernard Shaw.

[9] Heidegger, loc. cit., p. 36.

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