- ¿Adónde te vas cuando bailas como si te perdieras? -le preguntó Corzas a las tres de la mañana del sábado.
- A la gloria -dijo Isabel evocadora.
- ¿Y qué tienes conmigo?
- Todo.
- Qué terca eres, Isabel -dijo Corzas-. Déjame ir. Sálvate de mi.
- Métete aquí y no molestes -dijo Isabel llamándolo a la cama. Habían bebido de más y de más también se quisieron esa noche. Cuando por fin el cansancio los adormeció a uno en el otro, un gallo de pueblo cantó en mitad de la ciudad y los pájaros empezaron su alboroto como si nada.
Isabel despertó por ahí de las doce con el sol picándole los ojos. Encontró vacío el otro lado de la cama. Se acurrucó diciéndose que Corzas había bajado a la calle por el periódico. Pero tras media hora de espera, un susto le picó el ceño. Se levantó de un salto y caminó hacia la mesa en que Corzas acostumbraba pasar horas leyendo. Le soprendió un orden que no había el día anterior. No estaba el tiradero de libros y cuadernos de Corzas. En su lugar sólo había una caja de madera de olinalá. Isabel la abrió con más curiosidad que aprensión. Dentro encontró un pañuelo de colores que le habían comprado a una gitana el día que les predijo largos años de amor y felicidad, dos servilletas en las que Corzas le había escrito poemas, el programa del concierto en que estuvieron el viernes, un pedazo de pared desprendido del muro de una capilla colonial cuando se besaban recargándose en él, dos caramelos. Y una carta de Corzas pidiéndole perdón por irse sin ella.
Isabel la leyó sin llorar una lágrima. Luego, se lavó la cara. Peinó sus cabellos en desorden, cargó la caja y salió del cuarto como quien deja el cielo.
Llegó a la casa de Prudencia Migoya por ahí a las tres de la tarde y la encontró comiendo a solas en una mesa con platos y cubiertos para una persona más.
- ¿Esperas a alguien? -le preguntó Isabel.
- A ti, mi diablo -dijo ella con una sonrisa grande como una beneficencia pública.
- Podría yo suicidarme.
- Si ese final merece tu historia -contestó Prudencia Migoya.
- ¿Y cuál otro? -preguntó Isabel, dejando que unas lágrimas gordas le cruzaran la cara.
- Yo diría que quien ha merecido la dicha puede soportar la desgracia, y que toda emoción santifica.
- Yo no quiero santificarme -dijo Isabel derrotada.
- Pero quisiste el cielo. No hay cielo eterno. Ahora tienes que soportar el desfalco de perderlo. Pero la tierra también tiene sus encantos. Te voy a dar una probadita de alguno.
Prudencia Migoya se levantó a calentar una sopa de hongos y flores de calabaza. La puso frente al duelo de Isabel con una cesta de tortillas y un cazo de salsa verde.
- No llores y come un poco. No voy a dejar que te suicides de hambre. Te queda mucho por vivir.
- Tengo ganas de morirme -dijo Isabel empujando la sopa.
- Con que tengas ganas de algo -le contestó Prudencia acercándole la cuchara a los labios.
Isabel probó un poco de caldo y luego volvió a llorar durante los dos meses que siguieron a esa tarde. Lloraba camino a las clases y llorando bailaba todas las horas de su rutina diaria. Llorando comía uno que otro bocado de los muchos que Prudencia Migoya le acercó a la boca, llorando se iba a dormir y dormida soñó que lloraba.
- Mientras baile así, aunque llore -dijo Madame Giron, sin mostrar piedad.
Prudencia en cambio la consentía hasta llegar al extremo de cantarle en las noches para que se durmiera.
- No hay como un arcoiris cuando llueve -dijo una tarde abrazándola. Luego empezó a planear una excursión hasta el pueblo de Amecameca en las faldas de los volcanes.
Isabel fue con ella como iba a todas partes, sonámbula y hermosa, llorando.
- Parecen eternos -dijo tras una hora de contemplar los volcanes en silencio.
- Son lo más cercano a la eternidad que conocemos -dijo Prudencia -. Ni tus lágrimas van a durar tanto.
- Ni mis lágrimas -aceptó Isabel. Había dejado de llorar hacía una hora -. Espero que ningún desamor sea tan largo. Pero mi breve paso por el cielo, ese sí duró tantísimo. Tengo a estos volcanes de testigos. Ninguna eternidad como la mía.
Angeles Mastreta
"Ninguna eternidad como la mía"
Friday, September 8, 2006
Ninguna eternidad como la mía...
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